Hace ya trece años y trece kilos que escribo la columna Jueves sociales. Cuando me lo ofrecieron dudé mucho, por varias razones. Una, porque creí que lo que me pedían era una crónica de la actualidad, un seguimiento de la semana, y me parecía imposible con la vida que yo llevaba entonces. Alfonso, mi hijo, acababa de llegar, también me acababa de incorporar a un instituto nuevo, y me sentía un poco desbordada de trabajo. Si llego a saber la vida que llevo ahora, es decir, no desbordada, sino en plenas cataratas del Niágara, en época de inundación, hubiera cogido no una columna sino el Partenón entero; pero entonces me parecía que lo que me pedían era vivir pegada a la realidad, contarla, como hace un buen periodista, mostrar lo que pasaba, vivir en la inmediatez de la noticia, es decir, no hacer lo que hizo uno de mis alumnos en el concurso escolar sobre periodismo en el que estábamos participando. Todos los datos del cónclave apuntan a un papa brasileño, escribió en la portada, semana y media después de que el papa actual, argentino, como ustedes saben, hubiera sido elegido. Y eso no, claro.

Otra cosa que me preocupaba era quedarme sin temas, ingenua de mí. Los años me fueron enseñando que la realidad siempre, siempre supera a la ficción y es una fuente de inspiración inagotable y que incluso cuando parece que una noticia no puede dar más de sí, surge un matiz más, un hilo del que tirar, no para salir del laberinto sino para meterse de cabeza en él y hasta hacerse amigo del Minotauro, si hace falta. Y no es solo que la realidad supere a la ficción, y que las tonterías prosigan su avance, sino que se repiten en bucle, o sea, los temas son los mismos, y no se resuelven nunca. De la columna de 2005, la primera que escribí, hasta ahora, no ha cambiado nada: reformas educativas, navidades en agosto, amenazas de los hombres del tiempo…

Contra eso, he intentado escribir bien,

tomar las columnas como un ejercicio de lengua y buen uso. Y hablar claro, sin caer en los eufemismos estúpidos con que nos bombardean. O en la simplificación banal de lo que se escribe. Existe un terror sagrado a la complejidad y a la aspereza de las cosas, una desconfianza absoluta hacia la inteligencia y la capacidad de esfuerzo y de disfrute de los lectores. Y no solo pasa en literatura. Y nada más lejos de mi intención que adoctrinar. He tratado de contar y de opinar, pero quizá, por deformación, más de contar. Y por supuesto, nunca he considerado tonto al lector.

Una vez que abrimos los ojos, es muy difícil cerrarlos. He empezado diciendo que hace trece años me preocupaba no seguir la actualidad, no saber qué interesaba a la gente, quedarme sin temas. Ahora lo que me preocupa es haber dejado que se empañara la mirada, volverme predecible, perder la curiosidad, el verdadero motor del mundo. Luego, parpadeo enseguida, abro un periódico, escucho la radio, o los informativos, camino por la calle y me llegan las conversaciones, doy clase en un instituto donde cada uno de los alumnos es el pequeño que se atreve a decir que el emperador va desnudo, o que no ha leído el Quijote y se entristece si le cuento que muere al final, y sobre todo, como dice la dedicatoria, veo a Alfonso, que me abrió los ojos y me enseñó a simplificar el mundo para poder contárselo, y veo cómo se convierte en persona, que ya no en niño. Veo también a Juan Tianlei, del que no puedo apartar la mirada ni un momento a riesgo de que aparezca en la plaza mayor, sin ningún problema, y veo cómo saborea las palabras nuevas y las devuelve envueltas en risa, y me digo que no sé cuánto tiempo seguiré escribiendo columnas, y tampoco sé cuánto tiempo seguiré escribiendo, pero que hay una forma de entender el mundo y de verlo, y una forma de contarlo, aunque sea a una misma, que no quiero perder. Puede que el mundo esté lleno de sastres sinvergüenzas que sacan el dinero a emperadores obtusos, puede que esté lleno de emperadores obtusos y sus sirvientes, y todos los que no se atreven a decir que no ven el traje por ninguna parte. Puede que vivamos en el nada por aquí nada por allá, en un país de trileros, en plena revisión del Retablo de las maravillas, pero ante todo eso, ante el avance de la estulticia, solo tenemos que abrir los ojos. Hasta que nos duelan. Y abandonar el desfile para seguir, no a los sinvergüenzas sino al niño que se atreve a decir que el emperador va desnudo, al loco que libera a los galeotes y dice que es dura cosa hacer esclavos a quienes Dios y la naturaleza hicieron libres, y que muchos dirigentes rebuznan. Y al cuerdo que nos da la mejor lección que se puede dar ahora cuando abandona el gobierno de la ínsula Barataria, sin haberse enriquecido. A ver cómo se explica eso en los tiempos que corren. Y ya luego, si eso, como dicen ahora, una vez que tengamos los ojos abiertos, podemos empezar a reírnos, primero de nosotros mismos y luego de quienes buscan huesos ilustres sin haber leído las obras que escribió el propietario de esos huesos, de quienes ponen en valor hasta la náusea nuestro idioma, de los palos de selfie, extramaunciones laicas y del estado de perplejidad constante como defensa ante la sinrazón que nos rodea. Ojalá lo consigamos juntos. k