Cuando se levantó una mañana de verano, K. notó que le bailaba en el ojo un pequeño anillo negro que se resistía a ser enfocado: al perseguirlo, se le escapaba deslizándose hacia lo alto. Pensó que sería una legaña, o un filamento de polvo, pero por mucho que se frotó y se lavó con el ojo abierto bajo el agua, el anillo seguía allí, oscuro, esquivo e insidioso.

Unos días más tarde, mientras esperaba

la cita con el oftalmólogo, el anillo se había roto dentro de su ojo, se había descompuesto en varias manchitas negras como moscas volantes que tampoco lograba atrapar. A veces no las notaba -cuando iba por la calle o cuando miraba distraído la corriente oscura del Moldava-, pero en cambio no podía esquivarlas cuando escribía en los impresos de fondo blanco de la compañía de seguros donde trabajaba o cuando miraba al cielo claro y transparente del verano praguense. El oftalmólogo mencionó una extraña palabra, miodesopsias, y le dijo que no se preocupara, que se trataba de algo común entre los miopes, aunque a él le habían aparecido demasiado pronto, con solo veintinueve años. La ciencia no había encontrado una solución y lo mejor era no obsesionarse, acostumbrarse a ellas y no darles importancia.

Al día siguiente decidió comprar

un nuevo cuaderno para su diario con un fondo sepia, neutro y suave, que amortiguara el vuelo de las moscas.

Pasaron los meses y, aunque

intentaba obviarlas, allí estaba siempre el enjambre, ensuciando el paisaje o derrotando a Balzac o a Kierkegaard, sobrevolando sobre la última carta de su prometida Felice Bauer o sobre la camisa blanca de su feudal padre, quien, al ver que parpadeaba tanto, le preguntó una noche si le ocurría algo. No quiso contarle nada, porque él siempre presumía de su buena salud y de no estar nunca enfermo. Al retirarse a su cuarto, sin embargo, escribió una línea de la futura carta que un día se atrevería a enviarle: ‘Yo flaco, débil, poca cosa; tú fuerte, grande, ancho’.

Una tarde, al volver a casa

de la oficina, encontró una carta de su tío Alfred Löwy, un hermano de su madre que era su tío favorito. Trabajaba en Madrid desde 1905, donde ocupaba el cargo de director de la Compañía de los Ferrocarriles de Madrid a Cáceres y Portugal. En la carta incluía una hoja recortada de un periódico de aquella región, Extremadura, donde le habían hecho una entrevista; ilustrada con una foto en la que se le veía posando en una pequeña estación de ferrocarril, poco más que un apeadero, con un cartel: Cáceres, y a su espalda las vías que se perdían en el horizonte. Su tío Alfred era soltero y a menudo lo había invitado a que se fuera con él a España, donde podría viajar gratis de Madrid a Lisboa siempre que quisiera. No le faltaría trabajo como traductor al alemán y, además, así podría alejarse de los conflictos familiares. Incuso encontraría motivos de inspiración para sus escritos en aquel país, pues en España tampoco faltaban los absurdos.

Al terminar de leer la carta, K. imaginó

que en Madrid o en aquella lejana ciudad… ¿cómo se llamaba? Sí, Cáceres…, podría curar sus molestias en la vista, que se agudizaban bajo las brumas invernales de Praga.

Pero como era muy indeciso,

no se atrevía a viajar, y como también era muy hipocondriaco, no solo no lograba seguir el consejo del médico de olvidar las moscas, sino que comenzó a temer que se quedaría ciego, que aquella avanzadilla de insectos en su visión

no era sino el anticipo de los enjambres futuros sobre sus párpados yertos. K. temía que, de ser ciego pasaría a ser invisible, porque el primer

problema de los ciegos es que, como ellos no te ven, corres el riesgo de que tú no los veas.

El segundo problema es que puedes terminar creyendo que tampoco te oyen, con lo que no siempre se les habla y se puede terminar por ignorarlos. En una de las sucursales de la compañía de seguros ayudaba un ciego,

familiar del director, y él mismo, cuando entraba allí, tenía tendencia a dirigirse a los demás empleados.

La noche del 7 al 8 de diciembre

de 1912, angustiado, le contó en una carta a su prometida Felice su última pesadilla: había soñado que estaba ciega. K. se acercaba a ella subiendo una montaña, cargado con un pesado código austriaco, pero ella no podía verlo…

Felice, en su afán de restarle

importancia, viajó a Praga e intentó tranquilizarlo. Le dijo que sus ojos eran grandes

y muy hermosos y que brotaba luz de ellos.

Le cogió el rostro entre las manos y le besó los párpados. Ambos se juraron que se amarían siempre, aunque se quedaran ciegos…

Pero no era el caso. Felice insistió en que tal vez un animal no podría vivir sin ojos, no podría cazar ni evitar ser cazado, pero para el hombre

era una carencia superable, pues el hombre

está más hecho para hablar que para mirar,

y con palabras puede suplir lo que no

alcanza la vista.

K. volvió a soñar esa noche:

soñó que vivía en España, en aquel lejano país donde trabajaba su tío Alfred. Al despertar, se quedó un tiempo en la cama, mientras oía el trajín de su madre en la cocina, paralizado por el terror a levantar los párpados. k