El sustantivo papeles se ha conformado en nuestra psiquis como atractivo adelanto de esa bomba informativa que todo periodista de raza ansía destapar. Los papeles, sean los de Panamá, los del Paraíso o los del Pentágono, suponen ante todo un estímulo para aquellos ciudadanos que siempre quieren enterarse de lo que ocurre en el ancho mundo, pese a que las noticias puedan causarles malestar e impotencia. Intuyo que el malestar y la impotencia al ver Los papeles del Pentágono, de Steven Spielberg, han de ser menores ahora que cuando sucedieron los hechos relatados, hace ya casi medio siglo, pero no por ello han perdido vigor informativo, histórico o social.

Pongamos en contexto a quien aún

no haya visto la película, protagonizada por

Meryl Streep y Tom Hanks, secundados por algunos de los mejores actores del momento. 1971. El New York Times accede a información secreta de lo más comprometida en la que se revela que los últimos presidentes de Estados Unidos -también el actual, Richard Nixon- sabían que sus fuerzas armadas en Vietnam no tenían posibilidad de ganar, pese a lo cual no tuvieron empacho en seguir enviando soldados a una carnicería humana.

El punto de inflexión -en la película

y en la realidad- se da cuando Daniel Elselberg, veterano del Vietnam e investigador gubernamental, fotocopia y divulga de manera clandestina los documentos que acreditan, entre otras lindezas, operaciones militares encubiertas por parte de Estados Unidos, el asesinato del presidente de Vietnam o el envío de tropas estadounidenses a batallas que no deberían haberse librado. Esto es solo una pequeña parte del iceberg; hay mucho, muchísimo más, recogido en miles de páginas top secret. En estos papeles está retratada, negro sobre blanco, la ignominia de una clase política que, desde sus cómodos despachos ovales, envió a la muerte a jóvenes llenos de vida e ilusiones.

Las cifras son sobrecogedoras: en los quince años que duró la guerra de Vietnam murieron más de 58.000 soldados estadounidenses y un millón de vietnamitas, sin contar los combatientes de otras nacionalidades. Pero no deberíamos llevarnos las manos a la cabeza sabiendo que los políticos y sus chanchullos andaban de por medio. Fiarse de los políticos nunca ha sido un buen negocio. Por suerte, siempre nos ha quedado la prensa. O eso queremos pensar… Al menos, sí estuvo presente en 1971, cuando dos periódicos dieron a conocer los papeles del Pentágono: primero el New York Times, a quien pronto se le acabó la mecha, acusado de violar la Ley de Espionaje por el juez John Mitchell, quien frenó además futuras publicaciones; y el Washington Post, que recogió el testigo al tiempo que sufría el mayor dilema de su historia: defender los intereses de la empresa -acababa de salir a la Bolsa y su futuro era más que incierto incluso antes de que el peso de la ley amenazara cernirse sobre él- o defender los derechos de los ciudadanos.

Como se dice al final de la película (con estas palabras u otras similares), la prensa está no para defender a los gobernantes sino a los gobernados.

La película de Spielberg es un faro que emite avisos a navegantes del siglo XXI. Merece la pena verla, o, mejor aún, vivirla. Eso es lo que nos corresponde a quienes profesamos amor -y también reticencias- por el periodismo. Pero no es momento de hablar del periodismo amordazado y complaciente con el poder -que también existe, desgraciadamente-, sino del periodismo valeroso, por no decir temerario, que pone en marcha las máquinas de la imprenta contra viento y marea para defender a la ciudadanía de la degradación de los todopoderosos mandatarios.

Los papeles del Pentágono

nos reconcilia con el mejor periodismo y con lo más sagrado que tiene nuestra civilización: la libertad. El periodismo del New York Times y, más aún, el del Washington Post por lo mucho que se jugaba -su supervivencia pendía de un hilo-, apalancaron los maltrechos pilares de una democracia en una época -como todas, bien mirado- en la que el lado oscuro de la política campaba a sus anchas. Y nos reconcilia también, todo hay que decirlo, con la Justicia, que falló en contra del gobierno de la nación más poderosa del mundo.

La película se posiciona a favor

de la libertad de prensa, o a favor de la prensa de la libertad, que viene a ser lo mismo. Y es, además, una llamada de atención para que el periodismo y la Justicia de verdad sigan vivos. Sin ellos no se concibe ese pájaro esquivo que denominamos ‘Estado de derecho’. k