Fue poco antes de Nochebuena la última vez que tuve noticias de Don Antonio. Recibí, como cada año, la deliciosa "estrena" con la que felicitaba la Navidad a los amigos, en esta ocasión dedicada a la figura de Don Juan Carlos I. Su palabra era siempre luz entre la banalidad que nos llega durante las fiestas. Cada diciembre el fino humanismo, la sabiduría, la elegancia y la serenidad de Fontán eran el mejor regalo de los posibles. Tuve la fortuna de disfrutar de su magisterio en la Complutense de Madrid. En aquellas horas universitarias, a un lado de su sabiduría, bebí de la exquisita educación, el sentido del humor, la bondad y esa sensación de paz que las personas libres, como Don Antonio, emanan. Luego tuve la honra de encontrarlo como presidente en mi tesis doctoral y desde entonces sus ánimos en lo breve de mi recorrido intelectual han sido siempre tan generosos como alentadores. Su vocación de servicio a los demás hizo que este liberal y monárquico convencido, este bibliófilo y gran conversador (me comentaba no ha mucho la nostalgia por las tertulias perdidas de Madrid) se volcase en el periodismo (el más alto periodismo) y en la política, que culminó con la presidencia del Senado en 1977. Muchos de los escritos de Fontán, dedicados a las relaciones entre los máximos responsables de la res publica y los humanistas, tienen en mi opinión una doble lectura, de la que debieran aprender muchos de los políticos actuales, como debieran hacerlo de esos años de la transición, en la que Don Antonio fue pieza fundamental por su coraje, su capacidad para el diálogo, su altura intelectual y su sentido de la libertad. Adiós, Don Antonio, feliz convivium celeste.