Nuestro reconocimiento a la ingrata dedicación de los políticos honestos a trabajar por los demás, pero, visto lo visto, parece bastante evidente que el futuro de un político no depende de que sepa, o no, resolver los problemas de los ciudadanos, sino de que sepa salir airoso de sus enfrentamientos dialécticos en los foros públicos. Da la impresión de que se sienten muy satisfechos cuando consiguen rellenar, con un caudal más o menos fluido de palabras, los segundos subsiguientes a una pregunta comprometida, aunque lo que digan no responda en absoluto a la pregunta. Han aprendido a usar tan bien las palabras que hacen malabarismos con ellas para ocultar lo que realmente piensan, para esconderse detrás de ellas. En algunas situaciones, resulta patético verles pasar por el mal trago de tener que defender lo indefendible, o de decir algo y desdecirse de ello de la noche a la mañana, o, peor aún, de afirmar una cosa y la contraria en ese mismo espacio de tiempo, sobre todo cuando a duras penas consiguen ocultar que se ven obligados a hacerlo por no romper la disciplina de partido y la fidelidad al mismo o, simplemente, a sus superiores jerárquicos. La consecuencia es que, frecuentemente, tenemos la sensación de que cuando los políticos hablan así lo hacen subestimando nuestra capacidad intelectual, la de quienes les hemos encargado que nos gobiernen o que vigilen a quienes han de hacerlo.

Seguramente, esperar otro comportamiento de ellos en ese terreno es de una candidez cuasi infantil, pero nos negamos a aceptar que la perversión del lenguaje sea lo más característico del menos malo de los sistemas políticos.