A raíz de la aprobación de la nueva ley del aborto, un medio de difusión nacional publicaba la noticia bajo este titular: "El Senado consagra el derecho al aborto". Consagrar es un verbo que merece respeto; no en vano su significado es eminentemente religioso: "dedicar, ofrecer a Dios por culto, voto o promesa, una persona o cosa que quedan convertidas en sagradas". Y el sustantivo "consagración" tiene como principal acepción la transformación del pan y el vino de la eucaristía en el cuerpo y la sangre de Jesús -transustanciación-. Utilizar una palabra tan religiosamente significativa para definir la muerte violenta de un ser humano no nacido como derecho de la mujer es, por lo menos, una palmaria irreverencia. A no ser que se quiera usurpar el significado de "transustanciación" diciendo que el aborto entró en el Senado como infanticidio, apellidado "delito despenalizado" y salió de la Cámara Alta como infanticidio, apellidado "derecho de la mujer". Los "apellidos" -delito, derecho- son secundarios. Lo sustantivo es lo que entró y salió del Senado: el homicidio del no nacido. Lo importante es saber que el aborto sigue y seguirá siendo un infanticidio aunque la nueva ley -a todas luces injusta- diga lo contrario. El uso correcto de las palabras es importantísimo en toda intercomunicación humana; cambiar el recto sentido de las mismas lleva la perversión del lenguaje que conduce al error, a la falsedad y a la mentira. De ahí a conseguir un auténtico lavado de cerebro de niños y jóvenes, incluyendo personas con nula, escasa o mediana formación intelectual, no hay más que un paso. Y eso es nefasto en una sociedad culta y democrática.