Qué hermosa palabra griega, tan sonora! Amanecer de la luz del día, remotamente ligada al 6 de enero. Roma celebraba el triple triunfo de Augusto, purificador. Y no extraña que la primitiva Iglesia hiciera del día su particular trío de misterios en vino, agua y estrella: el bautismo en el Jordán, las bodas de Caná y la adoración de los Magos. Y de todos es el último el hecho culminante, ya en esa Iglesia romana casi incunable: así confirma la Epifanía la apasionada palabra de San Agustín en el ocaso del siglo IV. Luego el calendario de Anneo Silvio anotará la estrella como motivo de la fiesta desde ese 6 de enero de 448. Y quiso el pueblo alargar hasta hoy, desde el siglo V, la certeza del papa León, que habló del número tres: tres sabios sacerdotes astrónomos, tres hombres doctos de Persia o Babilonia. Y quiso el pueblo de todas sus versiones llamarlos con unos concretos nombres que alcanzamos por escrito en un hermoso códice parisino del siglo VII y retratarlos quiso en el dibujo de Beda el venerable: Melchor anciano, de luenga barba; Gaspar joven, lampiño y rubio; Baltasar negro, de espesa barba. Y luego el pueblo, tan generoso, los coronó reyes, y de sus autos fueron personajes en teatro. Así yo, ligada al arrastrar del tiempo, ruego a los Magos que no nos abandonen en enero a causa de otros santos que ubicamos en diciembre, por mucho que admire al obispo de Bari, a ese San Nicolás de calcetines y niños presente en nuestra Iglesia de la Purificación. Pido a los Magos que a todos en mi pueblo nos convoquen en la luz: la luz que aleja la maledicencia, la luz que desvanece la envidia, la luz que hace de la lengua purificación de la palabra.