Lo llaman violencia de género. Un eufemismo dócil y desafortunado, como casi todos los que hemos generado en estos últimos tiempos. El género es un accidente gramatical, sólo eso. Pero no somos las mujeres un género, ni menos un accidente. Tal denominación nos cosifica, y nos coloca, por una terminología absurda, en la definición de la esclavitud. Es por tanto un triunfo más para estos criminales que, al no poder vender en los mercados a quienes humillan como esclavas, las asesinan. Y, el crimen más nefando de nuestro tiempo, se hace hábito entre las noticias, y la costumbre deshace la rebeldía ante el horror; se van acumulando los cadáveres que nutrirán las estadísticas oficiales: la carne mancillada de estas mujeres que, para sus verdugos, no tuvieron alma. Algo debería hacerse, algo más, porque atajar esta locura ha de ser empeño de todos. ¡No!, miren, esto nunca había pasado. Quienes leemos anales y documentos antiguos lo sabemos. Este terrorismo hacia la mujer es una demoníaca plaga reciente, muy reciente, al menos en España. Deberían colocar los nombres de estos criminales en letras de moldes en lugares bien visibles, en una página de la red informática, si se demuestra que son maltratadores auténticos; y deberían los jueces, amparados en una ley inexistente, condenar con penas semejantes a las mujeres que se burlan de este espantoso drama mediante acusaciones falsas a sus parejas por viles y egoístas razones. Usan el tiempo de la administración porque saben que saldrán indemnes y provocan que muchos letrados desaconsejen denunciar a quienes de verdad sufren por el cansancio de los jueces ante tanta mentira.