Mis palabras de hoy iban a encaminarse por otro cauce. Pero vuelven a Oriente, por imperiosa fuerza. Ya son tres semanas con el nombre de China rozando esta tribuna, pero hoy siento vergüenza de nuestros mandatarios españoles. Sin ningún escrúpulo moral inclinan la cabeza morosa de un país ante el dictador que compra una deuda, la española, con los dineros que proceden de la explotación del hombre, de su esclavitud, del hambre y la falta de amor cosidas a las bocas infantiles en orfanatos; compra, y compra bien barato, el vicepresidente chino con el dinero que nace de la desigualdad, de la ausencia de libertades, del terror, del pie que aplasta al obrero. Y nuestro político sonríe, como si llegase un mago bueno, con oro de alta aleación, a ponerlo en sus zapatos vacíos. Pero es un barniz dorado sobre pesado hierro, un incienso de carbón y una mirra corrupta de irreverencias. ¡Qué fácil resulta poseer las mayores divisas del mundo cuando los hombres de un país no son ciudadanos! Sólo los escogidos tienen sus derechos, en sobreabundancia. Pero el horror en este caso no es China. El Gigante cumple su objetivo: procurar hacerse con los mercados europeos. El horror de quien les escribe nace de observar ese apretón de manos, esa feliz complacencia del Gobierno español; nace de no poseer las tragaderas suficientes para digerir que España se haga cómplice de este monstruo comunista. Y por si fuera poco, en un país con cinco millones de parados, pactamos con el mago de oriente los visados súbitos a los trabajadores chinos que aquí se establezcan. Ya saben, vienen de la esclavitud y trabajan ¡como chinos!