Los últimos acontecimientos en la antigua colonia del Sahara, que un día abandonamos por debilidad política interna, nos obligan a recapacitar sobre nuestra ominosa salida de aquel territorio africano que durante muchos años administramos con total potestad.

Hoy podemos decir que la vergüenza de la avaricia colonizadora europea en todo el mundo, y muy especialmente de la desarrollada en Africa en el siglo diecinueve y gran parte del siguiente, no debería estar repartida por igual entre todo los países colonizadores. Y esto es así porque no todos esos países se enriquecieron en la misma medida con la inhumana explotación de los recursos naturales de las colonias, ni dejaron a cambio la misma aportación educativa y cultural para el futuro desarrollo de las mismas. Además, algunas metrópolis cometieron la grave falta de abandonar a su suerte a esas sufridas y diezmadas poblaciones, en unos casos tras concedérseles graciosamente la independencia y en otros tras haber sido ganadas por ellas a costa de mucha sangre y sufrimiento. Pero en ese desigual proceso descolonizador ha habido algún proceder aún más vergonzoso, tal como el de abandonar a su suerte a una antigua colonia haciendo cesión no declarada de la misma al vecino con más pretensiones imperialistas. Cesión de hecho como resultado de una inexplicable dejación de las responsabilidades políticas y administrativas que corresponden a la antigua potencia poseedora del enclave colonial. Responsabilidades que no pueden extinguirse hasta que, por un justo proceso de autodeterminación, ese pueblo sienta restaurada su dignidad y su libertad.