Querido Pedro: El 30 de diciembre te llamó el Padre. Acababas de concelebrar la Santa Misa en la Iglesia de "los Padres". Te dirigías a la sacristía, todavía revestido con alba y estola. Arrastrabas los pies, a pesar de tu inseparable bastón amigo, y ya no viste los peldaños de la breve escalera de bajada. Fijos tus pies en el último escalón, tu cabeza se rompió en el pavimento. La sangre tiñó de rojo la blancura del alba. Los Claretianos, solícitos, te auxiliaron. Juan Francisco ungió tu frente herida y la Bendición papal que te impartió limpió, con su Indulgencia, cualquier "cerco" de mancha que quedara. Tres horas después, ligero de equipaje aunque con las manos llenas de buenas obras de tu largo ministerio, llamabas a las puertas de casa, de la Casa del Padre. El portero -tu tocayo Santo- te reconoció enseguida y te franqueó la entrada. Mientras, los Coros celestiales entonaron en hermosa polifonía el "Sacerdotes del Señor bendecid al Señor, siervos del Señor bendecid al Señor". Certificaban a una que tú fuiste lo uno y lo otro: Sacerdote de Jesucristo y servidor de los hermanos. Después oíste, sin duda alguna, de labios del Maestro su veredicto: "Porque fuiste fiel, entra en el gozo de tu Señor". En la Purificación, ya lo viste, nos reunimos medio centenar de sacerdotes, tus hermanos. Rodeábamos el féretro que contenía tu cuerpo, ya sin vida, y sobre el que habíamos colocado la casulla de tu primera Misa y el libro del Evangelio que habías predicado tantas veces por los pueblos extremeños. Después, seis sacerdotes, sarcófago sobre el hombro, te sacaron de la Iglesia. Desde el cielo no te olvides, Pedro, de los quedamos en la tierra. Un abrazo.