En toda sociedad que se precie de civilizada y culta se rechaza sin tapujos la pena de muerte. Criticamos a los Estados que aún mantienen en sus legislaciones la "pena máxima" y descalificamos a los que, pavoneándose de democráticos, continúan aplicándola. Por diversas motivaciones y razones nos oponemos a ella. Dios es el autor de la vida, en su principio, y tiene la última palabra, a veces incomprensible para nosotros, en su final. Todos tienen derecho a la vida, desde el que aún no ha nacido hasta el anciano. La pena de muerte vulnera la dignidad de la persona; decía San Ireneo que "la gloria de Dios es que el hombre viva". El fallo judicial condenando a muerte puede lesionar irremediablemente la inocencia del "reo". Cuántas veces, después de ejecutado el "falso" culpable, se demostró su inocencia al descubrirse al "verdadero" responsable del delito por el que se condenó a aquél. Y ya no hubo marcha atrás. Al inocente ajusticiado no se le pudo devolver la vida. Estos argumentos, sobre todo el último, no le han servido de nada a nuestro Tribunal Constitucional a la hora de dictar una resolución que impidiera provisionalmente la entrada en vigor de la nueva ley del aborto. El derecho a la vida del "nasciturus", del que tiene derecho a nacer, del que debe nacer, del ser más inocente, concebido y aún no nacido, ha sido ignorado por los Magistrados de nuestro Tribunal Constitucional. Ahora será legal, sin esperar la sentencia definitiva, aplicar en España la pena de muerte a más de 130.000 INOCENTES cada año. Hemos progresado mucho ¡qué lástima! en la cultura de la muerte. ¿Que hay que acatar las leyes? Sí, pero no cuando son injustas.