Una casa de labra, un sillón frailero y un retrato, oscuro y serio. En la sesera me anidaron aquellos salones, devotos y lúgubres a un tiempo, de cuando la última carlistada. Quería yo tener el retrato de un abuelo con los mostachos en alambique y el pecho amurallado de gloria. Cada uno quiere según le tiembla el alma. Yo quería a destiempo; un escudo en piedra y un bergantín camino de ultramar. Lo tenía leído; Don Ramón y Bradomín. Dicen que lo que se lee de niño se te anuda a la mirada para los restos. Le fui cogiendo el gusto a todas esas cosas que sangran de tanto como han vivido, a todo lo que muestra las cicatrices del tiempo: documentos, libros de viejo, muebles, carteles de cuando el rigodón,… Luego vino Luys Santamarina y me trajo aquellas casonas que, además de escudo, tenían fantasma; quizá porque, como sus personajes --atrabiliarios hijosdalgos enfrentados al mundo--, los fantasmas no son sino restos de un pasado mal barrido. Pero se me fue secando el caldo,…

La realidad era otra. Una vajilla de duralex, algo de formica y muebles de cuando los muebles, como los trajes y las estilográficas, duraban toda una vida. Trocitos de memoria en estilo remordimiento. Con los años, todo aquello fue teniendo también sus cicatrices y su historia, y esta vez sí, esta vez eran parte de mi propia historia. Nada especialmente valioso, pero todo especialmente entrañable. Aquellas sábanas bordadas que se atesoraban sin uso, aquel despacho del 48 que por no tener no tenía tallada ni la cabeza de Cortés ni la del indio torvo, aquella colección del Reader’s Digest de los primeros sesenta, la orla de mi padre, sus libros, el sombrero de fieltro de mi abuelo,... Muertos, allí quedó su casa, como una foto fija de mi niñez.

Hasta que le llegó su hora. Hay un momento en que, pasado el luto, todo huele a humedad. Y viene alguien, normalmente más joven, más imprudente o más lúcido, quién sabe, que te saca del error. Siempre hay a quien le sobra voluntad, tiempo y cuentas pendientes para hacerte ver el piélago de confusión, atraso y decadencia en que vives. Aseguran --sin inmutarse-- que el cariño no debe dar amparo a la cochambre; que el cuadro del Sagrado Corazón, de tan grande y tan feo como es, cualquier día se cae y causa un estropicio. Tres cuartos con el crucifijo. Y me siento como Paco Martínez Soria en Se armó el Belén, vendiendo los santos para congraciarme con la parroquia. Que si ya no se usan mantas, que todo son edredones, que si las cazuelas de barro no sirven para la vitro, que si el reloj de pie no lo quieren ya ni en el Cash Converters, que en Ikea por cuatro duros te lacan en blanco tu alma negra… y de paso la sotana. Abatido, medito; doy por bueno lo de las cazuelas metálicas para preparar el bacalao, pero me pregunto, sin hallar respuesta: ¿cómo presentar el bacalao al pil pil si no es en cazuela de barro? Y me tiro al monte, esta vez sin esperanza ni relevo.

Les escribo atrincherado en una habitación al final del largo pasillo, uno de aquellos largos pasillos de entonces. La casa la he perdido, pero conservo en este búnker, muros de la patria mía, tres cazuelas de barro, los libros de Ramón, de Miguel y de Óscar, un San José de Olot, un Cristo de Limpias que era de mi suegra, un capote raído del 36, una copia del Quijote vencido de Palmero, una botella de Lepanto y un trofeo de cuando jugaba al mus. Ah,… y un retrato, el retrato de un señor calvo, sin bigotes en alambique ni medallas… mi abuelo Leonardo, empleado de Altos Hornos por la gracia de Dios.