TRtecorren las calles de Madrid con los brazos transformados en percheros ambulantes que ofrecen con la educación de la no insistencia si son rechazados. Siempre miran a los ojos cuando te hablan, y sonríen a la par, con la mejor de todas las sonrisas del mundo, la africana, esa que se hace de talco entre el ébano. Asombra la facilidad con la que aprenden nuestro idioma, con el que se expresan en otros tantos, pero más conmueve el rechazo a la limosna: "No, no me de dinero; cómpreme algo por el precio que quiera". Llevo como talismán ese pequeño mapa de Africa colgado del cuello, adornado con una semilla que logró traspasar el estrecho junto a su dueño; porto en la memoria el recuerdo de esas manos que se posaron sobre su corazón para indicar un agradecimiento. Nunca sabrá que mía es la gratitud por una lección de tanta dignidad, rebosando los pocos minutos que duró aquella venta. He recordado sus ojos, sus palabras, mientras los periódicos me acercaban una vez más, hace algún día, esa tragedia reciente, recrecida, desde la saliva salina de esperanza que es el Estrecho; y me revolvía en la impotencia de saber que a pocos importa la muerte que procede de Africa. Los Carontes de este infierno nunca llegan hasta la otra orilla, por muchas monedas que se les entreguen. Sus pasajeros son arrojados como un vómito, que ya no parece molestar a quienes en sus despachos se ocupan de cosas importantes, no de estos negros. Quizás los delfines se hayan habituado también al ébano. Yo me quedo con las lágrimas de mi hermana Laly aquel mediodía mientras se alejaba ese ingeniero políglota, con sonrisa de talco, que arrojó el mar.