Imagínense a dos japoneses conversando, y que entre un cúmulo de vocablos nipones incomprensibles para nosotros oímos decir "una ola gigante en el puerto"; nuestra sorpresa puede ser tan mayúscula como la de ellos cuando de visita en nuestro país nos oyen soltar en una conversación la palabra "tsunami". Y es que los japoneses llaman a una ola gigante en el puerto: "una ola gigante en el puerto", que en japonés se dice tsunami (tsu : puerto y nami : ola gigante); y nosotros a una ola gigante en el puerto (o en cualquier parte de la costa) la llamamos, desde hace poco (unos seis años), tsunami , o sea, también ola gigante en el puerto, pero en japonés; no sabemos si por no abusar de nuestro bello idioma o por economía fonética.

Este barbarismo innecesario ha arraigado con tanta fuerza entre nosotros que incluso nos hacer temer ahora lo que aquí nunca hemos temido en ocasiones similares a las que ahora suscitan ese peligro. Esto, por ejemplo, ocurrió hace poco en Isla Cristina, donde sus habitantes se echaron a la calle tras el último terremoto, temerosos de que se produjera un tsunami . En cualquier caso, lo que cabría esperar -dependiendo de la magnitud del seísmo y si el epicentro estaba bajo el mar- es que se produjera un maremoto, o sea, un movimiento del mar en forma de olas más o menos grandes. Si así ocurrió anteriormente, no recordamos que nadie usara la dichosa palabra japonesa.

En fin, que es aceptable incorporar a nuestra lengua un término extranjero si carecemos de uno propio para referirnos a determinada realidad, pero otra cosa es que caigamos en el papanatismo lingüístico.