THta pasado medio siglo. Ahora aquella niña tendría 52 años. Fue el primer atentado, ese que abrió la boca a la gula de la muerte. Aún no había cumplido los dos años de edad cuando su nombre encabezó la lista que supera hoy el millar de vidas truncadas por el canibalismo que apetecen los estómagos de ETA. Fue esa niña un símbolo que durante demasiados años muchos ciudadanos no entendieron, cuando los cadáveres se apilaban entre la costumbre de las bombas y la metralla o el tiro en la nuca, como un paisaje -por lo repetido- nunca insólito; cuando otros ciudadanos escaqueaban las miradas sobre el horror por el diablo del miedo que habían sembrado los asesinos. Fue el inicio que aventuraba todo un recorrido, el de las matanzas sin razón domiciliadas en cualquier parte. A algunos nos ha parecido demasiada la espera para este reconocimiento en consenso pleno hacia los mártires de una locura tan inhumana como espeluznante, la que enajena a esos animales carnívoros que se ocultan en sus madrigueras, escondidos tras su escudo de serpientes, esos que brindan por la sangre derramada sobre el asfalto o el camino, los viles integrantes de ETA. Pero al menos ha llegado, al menos cada año, uno a uno, los nombres de los inocentes habrán de recordarnos que nunca sirvieron las palabras para quienes no buscan autodeterminación alguna, para quienes han hecho de la muerte un fructífero negocio. Espero que esto sirva para, de una vez, situarnos en llamar a las cosas por su nombre, para que no pasen 50 años más rodeados de medias verdades, de cesiones absurdas, de comunicados puntuales, vacías y repetidas tras la orgía de sangre.