Es lo que tiene el insaciable afán. La maldita codicia. ¿Qué llevará a un prohombre patrio a cometer tales desmanes, no más que la insoportable voracidad que provoca la codicia? Y encima las culpas y consecuencias no las pagará él solo.

El quid está en que no hay modo de quedarse sereno, al crepitar del fuego, con un buen libro en las manos. Con lo que hemos disfrutado con tantas horas de lectura. Y seguimos disfrutando, a pesar de la vista cansada, las menguadas fuerzas y ese pertinaz acoso y derribo de los nuevos métodos.

Hace algún tiempo nos regalaron un artefacto portentoso del tamaño de una de aquellas pizarras que llevábamos de párvulos a la escuela (Kindel se llama). Bueno, pues en esa pizarra de extraño material cabe la Literatura entera. Por poner algo a lo que hay que recurrir y acudir con frecuencia, los clásicos. Y por clásicos nos referimos también a los grandes escritores, y no tan grandes, del siglo XX.

Bien, para un apuro o una consulta de urgencia, bueno está; pero para el acto sereno y plácido de la lectura continuada, ni hablar. A qué ton leer ahí a Don Francisco , a Jovellanos o a Uslar Pietri , por citar alguno. Hemos crecido y menguamos a la luz de los libros de papel. Cortar ahora esa relación, ¿con qué tijeras?

No pocas veces hemos leído que el mismo sentido del tacto, el inefable contacto de la mano con el papel han de ser, son, insustituibles. Ya veremos. Hay quien se quema los ojos delante de las pantallitas y se olvida de su cálida relación con las hojas del libro.

Por cierto, estamos en la Feria del Libro y ahí nos tienen, oyendo a unos y otros y, si viene al caso, hablando también del último vagido (libro) que nos ocupó el pensamiento y luego pusimos negro sobre blanco.

La tarde declina cuando ya los versos del poeta caen al alma como al pasto el rocío , y nos sentimos abrigados y reconfortados, en estos domingos de veda, con el sereno placer de la lectura.