Aunque Eleanor era una mujer previsora que almacenaba sacos de patatas, azúcar y carne enlatada en el granero, nunca pudo imaginar hasta qué punto aquel documento que ella impulsó y ayudó a construir sería tan necesario y duradero. Eran tiempos oscuros, las barbaries de la segunda guerra fueron las que impulsaron a buscar un instrumento que utilizar, que blandir como una bandera blanca cargada de más fuerza que las bombas de Hiroshima y Nagasaki, para que la historia no volviera a repetirse.

Nunca utilizaba lana de mohair, era eminentemente práctica y prefería los ovillos de la resistente Lincoln Longwool para tejer los calcetines y jerséis color musgo que utilizaba el presidente Roosevelt. Por eso se enfundó su uniforme de personaje secundario y no escatimó esfuerzos, propuso palabras y comas, convenciendo a los gobernantes mientras les servía una humeante taza de té. El 10 de diciembre del 48 en París amaneció húmedo, con ese cielo pesado que precede a la nieve. Se proclamó la Declaración Universal de los Derechos Humanos y brindaron.

Ella cerró los ojos, exhausta. La alegría, la adrenalina y el champagne se derramó, como el horror lo haría desde entonces cada día, en cada frontera, en cada guerra, hasta hoy. Se diseñó como herramienta para construir barreras a nuevos campos de exterminio, para cegar las chimeneas de las cámaras de gas, cortar sogas de maniatados, cizallar los barrotes... Sin saber qué se utilizaría para arrancar los apósitos que tapan la boca de los periodistas, proteger de atentados, limar las desigualdades entre hombres y mujeres, entre etnias y credos.

Para construir estrados para los que no tenían voz, rampas, caminos llanos para quienes decidían amar a personas de su mismo sexo, puertos seguros para refugiados, esquinas sin jovenes explotadas, poblados sin matrimonios forzados, hogares sin violencia. Un listado interminable de trabajos para terminar con el dolor y una necesidad inconsolable de guarecerse bajo el paraguas de aquella declaración que hoy deberíamos seguir tejiendo para que llegue a abrigar a «cada hombre, mujer y niño que busca ser igual ante la ley. Porque no basta con hablar de paz. Uno debe creer en ella y trabajar para conseguirla».