En Macbeth leemos que «la vida es un cuento contado por un idiota, lleno de ruido y de furia, que no tiene ningún sentido». Teniendo en cuenta que el contexto es una obra de ambición y maldad a raudales, resulta lógico concluir que todo cuanto nos rodea sea una geografía de la supervivencia donde el destino, nuestras propias decisiones o las de los demás nos convierten en protagonistas de una tragicomedia que demasiadas veces duele y no siempre termina en aplauso. La vida es una colección de viejas fotografías, de recuerdos amarillentos, de heridas en el alma que, aunque cicatrizadas, nos recuerdan que pasamos por ella conociendo a iguales y dejando cadáveres por el camino, intentando alcanzar metas que los miserables se empeñan en alejar o minusvalorar y creyendo en mañanas luminosos que no son más que la prueba evidente de que el tiempo pasa y nosotros pasamos con el tiempo sin apenas darnos cuenta. En la película El árbol de la vida, dice uno de sus personajes que «el mundo vive de las artimañas. Si quieres tener éxito, no puedes ser demasiado bueno» y en Broadway Danny Rose oímos que «…es importante pasarlo bien, pero también hay que sufrir un poco, de lo contrario, no captas el sentido de la vida». Vamos tan deprisa que no nos fijamos en los detalles ni en las personas y perdemos la oportunidad de encontrarle el sentido a la vida, a los demás, a las cosas, a los éxitos, incluso a los fracasos, por la voracidad de querer abarcarlo todo o no quedarnos atrás en nada. Ocurren hechos en casa, en nuestra calle, en el barrio, en el colegio de los niños, en el trabajo, en el entorno que también configura nuestro carácter y merece la pena apartar unos minutos al día para aprovecharlos y reflexionar cómo somos y qué construimos.

Ayer se cumplieron diez años desde que publiqué en este periódico mi primera columna semanal. Calculo que para septiembre habré alcanzado las 500 columnas viendo la vida pasar. Es mucho tiempo, demasiadas palabras para contar cuanto sucede en una ciudad de provincias de corazón caliente y alma eterna. No tenemos nada que envidiar a nadie y somos administradores de nuestros propios triunfos y conflictos. Badajoz ha cambiado en la última década pero nada comparado con lo que aún le queda por delante si somos capaces de formular las reivindicaciones de forma unánime y no en una carrera de egos.