Vuelve estos días el aborto a los escaparates públicos colgado de una probable ley, siempre acompañado de disputas. Fue el aborto bandera en el tiempo en que también una creyó en la democracia y comprabas estrógenos con recetas falsificadas. Londres era la clandestinidad permitida donde no pocas agencias de espabilados hacían su agosto con las niñas progres de familia bien que lloraban siempre a la ida y a la vuelta en el avión. Fue el aborto un síntoma cuando todo era hermoso futuro y nada hacía barruntar este presente de ahora, menos radiante, que heredó lodos de aquellos barros por donde todavía chapucea. Poder o no abortar, es un derecho, sí, como tal, regulable y ampliables sus límites por ley. Aparte, claro, de que mejor educar, la prevención es lo importante, los anticonceptivos, los métodos, la sexualidad saludable y tantos etcéteras que todos suscribimos y que hay quien usa como arma o como demagogia. Y más aparte aún las creencias de cada cual, allá tú. Pero el aborto no es solo un derecho. Abortar o no hacerlo, por encima de todo, es tomar una decisión y, como todas, tomar con ello el riesgo a equivocarte. Y saber que el acierto depende de una, solo de ti, independientemente de que una ley se escriba, se vote y se rubrique. Ningún diputado, ninguna ministra sabrán quién eres tú, mujer que vas a decidir. Ninguno de ellos podrá ni siquiera presumir lo difícil que es acertar en ese trance. Tal vez tendrás una criatura bonita cuando duerme, con un vestido nuevo y chupete de colores. Quizás un día conocerás a un tío divertido que te hace olvidar algunos sinsabores y ese hombre es tu novio, a quien adoras, a quien dejas cuidando de aquella criatura porque te fías de él, tu hombre. Nunca supiste que hiciera con ella nada especial, solo que tú querías ser feliz. En el hospital dijeron que fueron abusos a lo bestia y malos tratos estremecedores, antes de enseñarte esa carita dormida para siempre. Creíste que habías acertado, pero, ¿tal vez no debió nacer?