Bajé todo lo rápido que me permitía la prudencia. Llevaba dos grandes cuchillos en la mano. Un sonido cadencioso, transportado por el fresco aire de la mañana, me hizo salir de casa en busca del afilador. Allí iba, con su bicicleta tuneada para dar cabida a los útiles del oficio. Mientras pasaba los cuchillos por la piedra, me contó que se llama Clemente y que lleva cuarenta y dos años dedicado a esto. Dice que es el único que aún queda recorriendo las calles a pie. Mientras charlábamos iban saltando las chispas. Tiene que ganarse la vida. Recorre toda la ciudad, desde el centro a las barriadas. Eso me contaba y puedo constatarlo. Cerca del Puente Real manteníamos esta conversación y un par de semanas después, por la avenida de Europa, oí el sonido de su chifla. Lo abordé y continuamos la charla en el punto en que la habíamos dejado.

Tiene que ganarse la vida.

Normalmente, saca un jornal pero ese día tan solo llevaba tres cuchillos. Rondábamos el mediodía y estaba en la calle desde las ocho de la mañana.

"Los jóvenes no quieren dedicarse a esto". "Supongo que es así, pero vaya usted a saber a lo que nos lleva la crisis". "Pues sí".

Viejos oficios que ayudan a ir tirando, a ganarse el jornal como a Clemente. Me hubiera gustado seguir la charla, conocer más de su vida, saber dónde y de quién aprendió a dar vueltas a la rueda y a tocar la melodía; conocer su visión de la vida, forjada paso a paso, pero a él le quedaba mucho camino por recorrer y yo debía volver al lugar de trabajo.

Se alejó, avenida arriba, anunciando su presencia a los vecinos. Me han contado que les llamaban los gallegos porque de allí venían. Más concretamente de Lugo. Nuestro afilador, el que recorre Badajoz empujando su bicicleta, es de Almendralejo, pero quizás su maestro recaló en Extremadura procedente de aquellas tierras.

Al volver la cabeza ya casi no le veo, pero se oye claro el inconfundible sonido de su silbato.