TLta sabana es verde en época de lluvias. Crecen cultivos ralos y hay barro en los caminos. Salpican descalzos los niños --muchos, muchísimos niños-- desde los charcos la entrada del poblado. No habrá luz en las cabañas hechas de palos y techadas con paja. Para sentarse, el suelo de tierra. Para dormir, también. Puede que una gallina ande cerca y quizás una cabra famélica te mire levantando el mentón, mostrándote su barba con orgullo. En un rincón arderá un fuego escaso y el recipiente contendrá gachas espesas que un anciano desdentado de cincuenta años come despacio. Luego meterán allí sus manos los demás: hombres de piel tersa y brillante, chicos silenciosos, chicas con un bebé a la espalda, mujeres leves vestidas de colores y niños --muchísimos niños-- cubiertos de moscas con una lágrima en descenso y la cara pegajosa de mocos. Es posible que, en un descuido, un pequeño desnudo caiga sobre el fuego. Verás cómo grita de dolor. Irán unos cuatro kilómetros al sur hasta el dispensario, recostado el chiquitín quemado en la carreta. Hay gente esperando. Muchos, muchísimos niños, con los ojos grandes y el cuerpo encogido. Lloran unos. Otros ni siquiera pueden. Un bebé cuelga del pecho seco de su madre. Muere allí mismo, y la madre lo envuelve. No dirá nada, pero será el tercero de sus nueve hijos que muere sin haber antes sonreído. Un cuarto ya jugaba con otros chicos amargos y alegres como él. Por fin accede a coger la caja de preservativos que tantas veces rechazó --su hombre no iba a permitirlo-- cuando la mujer del dispensario trataba de explicarle el sentido del objeto que le ofrecía. Estará el paisaje en calma, ruido de lluvia, cantos, tal vez, y baobabs extendiendo las ramas un poco desnudas para tocarse casi los unos a los otros. La religión y sus predicadores lejos, en un lugar más blanco y occidental, en sillones y oropeles de donde no debió salir. Mucho menos para asustar a la espléndida sabana y a sus gentes hermosas con cuentos de miedo y patrañas papales.