Más allá del Portal de Belén, de María y José, de los pastores, de la estrella, del ángel y, por supuesto, del Niño Dios que nace, están los alrededores de la Navidad. Antes o después del mensaje, del símbolo, del significado y de las consecuencias para la historia y para la persona del nacimiento del Cristianismo, nos topamos con cuestiones sin la cuales, por lo visto, la Navidad no tiene sentido. O, si lo tiene, está incompleto. Ayudaron en el pasado los centros comerciales, las películas y series de televisión que crearon en el imaginario colectivo occidental una Navidad basada en el consumo, en las historias edulcoradas, en adornos excesivos y en un Dickens reinterpretado. Ayudan en el presente toda esa suerte o de mala suerte de catetos ilustrados, que creen que el cristianismo es religión, Jesucristo poco menos o más que el Che y los Evangelios, una revolución de fusiles y tentetieso. Y al frente de los cuales se sitúan líderes sociales o políticos que confunden el culo con las témporas y más vale que leyeran un par de libros, solo un par, antes de convertir a la Navidad en una fiesta del solsticio de invierno o paparrucha similar. Cierto es que nuestra Navidad tiene alrededores complejos, más que discutibles y, en ocasiones, poco apropiados, pero forman parte de una tradición que nos completa como sociedad. No dejan de ser contradictorios los mensajes de solidaridad, afecto y paz cuando el resto del año miramos de reojo, a veces son un suplicio los villancicos y toda esa antología de conciertos y veladas navideñas donde mezclan música del tiempo con danza sideral y, por supuesto, lo del Gordo no es más que una ensoñación para hacer un canto general a la salud porque ni el premio de un décimo, si lo pensamos en serio, merece tanta parafernalia en televisión. Es más, el muñeco de los santos inocentes, la fiesta de fin de año, las comidas o cenas de empresa, las dulzainas y los bebercios, los regalos y los espontáneos del trineo, no pueden, no deben tapar un hecho único histórico de la humanidad que se acompaña de una cuestión de fe. Y eso es motivo de fiesta, de celebración. Y los alrededores permiten envolver con proximidad algo que nuestra mente no es capaz de alcanzar. En otros lugares, otras personas, con bastante menos, montan otro Belén… pero esa es otra historia.