He subido para contemplar de nuevo Badajoz desde arriba, como ya lo vi hace años, en una noche de conversación y música, desde la azotea de una casa antigua, rodeada de tejados que la oscuridad había pintado de negro. Oscuridad tan solo rota por la luna cuando asomaba entre las nubes, dando al entorno un halo misterioso.

Ahora he subido a lo más alto de otro edificio, con otra luz y otra perspectiva. He vuelto a mirar la ciudad vieja desde arriba cuando el sol llevaba ya horas despierto y había barrido las sombras de los recovecos y entresijos del laberinto de tejados, cúpulas y azoteas. Lugares para la ensoñación durante la noche y de actividades diversas durante las horas en las que manda la claridad del día.

He visto tejas viejas de casas que se adivinan casi en ruinas, y tejas nuevas de viviendas rehabilitadas, placas solares y chimeneas antiguas. En algunas azoteas se ven cenadores a los que se accede por estrechas escaleras, construidos para el disfrute de frescas veladas de la gente de otros tiempos. Y mucha ropa tendida, intimidad abrazada a las cuerdas. Ropa interior, sábanas, manteles, pantalones, faldas o camisas. Aún es pronto, porque los muros de las viejas casas guardan avariciosos la humedad, pero más avanzada la primavera los cordeles se combarán con el peso de mantas, colchas y edredones oreándose al aire tras el invierno.

Hay movimiento por encima de nuestras cabezas. He visto a un joven barriendo, a un perro asomado a un murete y a una mujer sentada, con los pies en un barreño, mientras reposaba en la pared la cabeza, los ojos cerrados al sol de la mañana. He visto obreros trabajando, azoteas transformadas en confortables terrazas y otras cerradas, convertidas en estancias para los meses de frío.

¡Que pequeño se ve Badajoz¡ Enseguida, al fondo, están los campos. He vuelto a ver la ciudad desde arriba y, ustedes perdonen, he disfrutado espiando a su gente.