Hay noticias que aparentan tener un mero carácter local y, poco a poco, van adquiriendo, no siempre por motivos evidentes, una importancia casi trascendental. Las declaraciones del obispo de Córdoba -poco finas, desde luego- sobre la naturaleza del arte islámico se encuentran entre éstas. El trasfondo es que la Iglesia ha registrado a su nombre la que fue mezquita mayor de Qurtuba, hoy catedral de Córdoba, y da la impresión de que se están aprovechando los problemas mundiales con el integrismo islámico -del cristiano y del judío no se habla- para, por aquello del Pisuerga y Valladolid, intentar minimizar la importancia que para el Islam, como religión y como cultura, tiene el edificio. Dígase sin dudarlo que, ahora, algo que es patrimonio de todos, será catedral cristiana, pero nadie, ni la Iglesia, puede evitar su condición de mezquita. No es sólo por historia. Desde la óptica de la religión islámica, basta con que un solo creyente lo considere así para que lo sea. Una mezquita es un edificio en principio religioso, pero puede ser muchas otras cosas. Cualquiera es mezquita cuando se usa como tal. Pero no voy a esto. Resulta que el prelado se ha dignado opinar sobre la cualidad de arte islámico, o no, de la obra y ahí es donde debiera haber andado con tiento. Eso es un problema teórico, que rebasa con mucho sus competencias y entra de lleno en el campo de la arqueología islámica. Por eso lo traigo a colación en una columna dedicada a Badajoz. Si nuestro ontológico alcalde afirma que una de nuestras mayores potencialidades turísticas es nuestro patrimonio árabe, habremos de aceptar que el problema del origen del arte islámico nos toca algo. No vaya a ser que el obispo esté socavando la sesuda argumentación del edil y resulte que aquí hay arte bizantino y nosotros no éramos conscientes. Esto no puede ser la conjura de los necios. Voy a escribir, una columna es escasa, sobre un espinoso problema que, pese a ser teórico, puede manipularse, a la vista está, para justificar otras cosas. Por matizar, más que nada. Se habla y las medias verdades, o las verdades a medias, son nefastas. Sobre todo en cuestiones técnicas, como ésta. Encubren, a veces, intenciones turbias.