Días atrás he visto la película Regreso a Itaca , del francés Laurent Cantet, que recrea una reunión de viejos amigos cincuentones en una azotea cubana junto al Malecón. Allí se juntan un escritor sin inspiración --alter ego de Leonardo Padura, galardonado recientemente con el premio Princesa de Asturias de las Letras--, una oftalmóloga con mala leche, un pintor que no ha vuelto a pintar nada que le merezca la pena, un ingeniero que se dedica a la chatarra y un oligarca comunista que ha convertido en casta la revolución. Es la azotea de los sueños rotos, de las frustraciones que asfixian, de la melancolía convertida en enfermedad incurable mientras los recuerdos les encabronan, las desavenencias les distancian y los reproches les matan. Las horas pasan y la sensación de que los años han transcurrido aún más deprisa de lo que creían evidencia el cansancio de la vida y el incurable vacío. Es una metáfora de lo que hoy puede ser la Cuba post revolucionaria pero, más que eso, es el retrato de una generación, a uno o al otro lado del mar, abrumada por encontrarse al final del camino. Se habla mucho de las generaciones perdidas entre nuestros jóvenes --que no tienen trabajo--, nuestros vecinos --ya lo perdieron, junto a sus familias y la poca ilusión que les quedaba-- y nuestros mayores --a los que reenganchamos sin rubor-- pero poco se dice de quienes, tal vez habiéndolo tenido casi todo, ahora descubren que las ideologías son una patraña, la sociedad un espectáculo y sus propias vidas un remedo de lo que soñaron.

Las azoteas y terrazas son, en verano, punto de encuentro para descubrir nuevos ritmos o ginebras, alargar tertulias innecesarias o encontrar espejismos en el horizonte. Se me ocurren, en Badajoz, algunas: el paisaje desde lo alto del edificio Siglo XXI o, un clásico, la torre de Simago, el atardecer desde las Casas Consistoriales, las inéditas panorámicas desde la del Ayuntamiento, las emociones en el López de Ayala y, bueno, ya puestos, la gastronomía con vistas desde El Sigar o el Mirador del Guadiana. Aunque, para emociones fuertes, la terraza de Lonnegan con las perritas y la mini piscina o la del Bocas en modo pasarela y flamenqueo a todas horas. O desde donde nos llamaban cuando pequeños después de pasar el día entero jugando a rescatar, sin tocar una play, con televisiones de un solo canal y sin enviar un puñetero guasap. No es de extrañar que una azotea, aquí o en La Habana, pueda convertirse ahora en un diván, donde echamos de menos demasiadas caras y ya van siendo muchas las cargas.