Amoveable feast, una fiesta móvil, era la ciudad para Hemingway. Iba con él, la llevó dentro durante toda su vida. Así tituló uno de sus libros que con los atentados volvió a venderse, a pasar de mano en mano. París era una fiesta borraba con sus palabras luminosas las huellas de la sangre en las calles, las lágrimas de las caras, la vergonzante sumisión de las libertades ante el miedo. Hace unos meses volvieron a abrir el Ritz. Aún sus cuarteles traseros, en la Rue Cambon, andan de obras y se aprovechan por las camareras de uniforme negro, a lo Coco, para fumar y hacer un alto antes de volver a respirar aire impoluto, perfume de peonías blancas, al traspasar la puerta. Se mantiene igual el Bar Hemingway, los sillones de cuero, las mullidas alfombras en las que los tacones de aguja se hunden y se silencian los pasos de los caballeros, los retratos en blanco y negro, las portadas enmarcadas de Life, el piano y, sobre todo la barra permanece como un altar erigido en su recuerdo. Allí descansa su máquina de escribir y se escucha su música, susurrante y cálida. Y se beben los mismos Dry Martini, sucios y secos, con todo el sabor de las aceitunas apoyadas lánguidamente en el vidrio fino de la copa y el Bloody Mary, que la leyenda dice fue creado para que el olor del tomate no delatara ante Mary, su mujer de entonces, el alcohol que éste ingería a sus espaldas.

Aquel Hemingway maduro pero atractivo «a mourir», como diría una francesa, que arrollaba todo a su paso y seducía con una sonrisa, pero sobre todo al contar, llegó en agosto del 45, de uniforme, escoltado por otros soldados en misión especial: Liberar el Bar del Ritz, que hasta ese día era cuartel general de la Luftwaffe.

Mucho tiempo después, un Hemingway que ya no era joven ni pobre, volvió al Ritz y al llegar le hicieron entrega de dos cajas de sus apuntes sobre el París de los años 20, el de Joyce, Pound, Fitzgerald, que durante treinta años había custodiado el personal del hotel. Aquellos papeles garabateados se convertirían en París era una fiesta. Por eso no es de extrañar que los camareros hablen de él como si de un viejo conocido se tratase, como si fuera a aparecer para apurar un trago un whisky y con una carcajada, beberse la vida. ¡Salud!