En aquellos días de casi primavera o tardío invierno, aun asustados por la asonada de Tejero, cuando se recuperó el carnaval de Badajoz, unos pocos disfraces a retales y sin sentido y un puñado de máscaras más circenses que otra cosa, deambulaban por San Francisco conformando la fotografía inicial de nuestra reciente historia del carnaval. Frente a esos pocos osados, unos cuantos más, expectantes y sin disfrazar, observábamos el cuadro, decidiendo si nos sumábamos al acontecimiento o salíamos corriendo por miedo. Ellos fueron, aquel año y los siguientes, quienes sentaron las bases de una fiesta que hoy es de muchos y, entonces, solo la siguieron unos pocos. Ellos creyeron en el disfraz, en la sátira, en el bombo y la guitarra, en la turuta y en el Menacho o el López, en la calle y en los bares, en la diversión y el revuelo. Prácticamente, no había normas, la competencia era otra cosa, los premios no daban prestigio sino satisfacción, no existía tradición, la organización se improvisaba cada año con la experiencia del anterior y a ello se añadía la apoyatura histórica, estética e intelectual a una fiesta con un pasado que fue mutilado durante cuarenta años.

Los ochenta, cuando todos éramos más jóvenes, no fueron años precisos o enteros, más bien se comportaron como años revueltos y heridos pero llegamos al final de la década con un carnaval ya hecho. En menos de diez años, los concursos de murgas, coros y comparsas se habían estabilizado, había gente, había grupos que ya eran esencia del carnaval y Badajoz se unió a la explosión. No lo inventó Rojas pero sí que contribuyó a su expansión. No lo inventó la Falcap, que se creó casi a finales de la década pero se sumó a su articulación. No lo inventaron los distintos grupos ni los primeros impulsores pero es un hecho de justicia recordar a los Celdrán, Poblador, Pagador, Villafaina, Arbaizagoitia, El Lati, Hueso y tantos otros, aquellos primeros premiados como Blancacerril y los enanos de este país o Movida carioca y, después, El nombre da igual, Ab Libitum, Agüitas, Guatinay o Perigallos y Las Meninas (la primera murga femenina), Bullanguera, Desertores, Infectos o Dekebais. Cuando los noventa llegaron, toda la zona de Conquistadores era un hervidero de Carnaval como nunca ya más lo fue.

Su virtualidad radica en su espontaneidad, en su capacidad de atracción e integración. Tal vez se ha perdido frescura pero se ha ganado en pasión y lo mejor que se puede hacer por la fiesta es recordarle todo su pasado para que el futuro sea aún mejor.