Tengo la sensación de que todos los males que asolan Extremadura son por culpa de no tener tren de alta velocidad y que la solución a todos nuestros problemas pasa por tenerlo. Y tengo la sensación de que, a pesar de ser todos perjudicados por esa mala conexión ferroviaria con el resto de España, el asunto solo preocupa a la clase política más como arma arrojadiza que como elemento de cohesión y, por tanto, la ciudadanía mantiene, con cierto desdén, un distanciamiento más que evidente. No creo que haya despreocupación pero sí hartazgo por la situación -gravísima- y por el uso partidista y plomizo que algunos están haciendo de ella. Somos muchos los que hemos viajado a Madrid por aquella carretera nacional de doble sentido, en un tren que era montarse en Badajoz a las diez de la noche y aparecer por Atocha a las siete de la mañana o en aviones de la señorita pepis con horarios y precios de escándalo. Es decir, el problema existe y lo llevamos padeciendo desde siempre. Ni la muerte de Franco ni la democracia ni el Estado de las Autonomías ni los fondos europeos ni los gobiernos de España, todos, ni nadie ha dado nunca nada por nosotros. Algunos menos que otros. Sabemos que no aportamos como los demás, que necesitamos más que ninguno de la solidaridad de todos, pero ser humildes no es motivo para recortar nuestros derechos. Mientras haya partidos que no quieran el tren o que ideologicen una necesidad de todos, mientras haya personajes de la vida pública que para tapar sus fracasos usen ahora el tema como si fuera un problema reciente, mientras haya colectivos que se sumen al convoy solo cuando está en marcha y haya viento de cola, no se puede esperar un clamor generalizado de la sociedad, asqueada de hipócritas y charlatanes. Los 442 kilómetros que hay entre Busan y Seúl los recorre el ave coreano en apenas tres horas pero en la película Train to Busan, de reciente estreno, va cargado de zombis que, más allá del puro divertimento, es una metáfora de la enajenación colectiva, una crítica social a esa masa asilvestrada que crea pandemias en el alma y nos conduce a la extinción. Llevamos toda la vida subidos a ese tren, comiéndonos unos a otros, cuando el peligro que hay que atajar está en la estación.