Un cajón de sastre es una colección de cosas desordenadas, confusas y revueltas. Bien usados, pueden convertirse en una película de risa, en una comedia de enredo o en algo francamente inteligente. Puedes tener uno particular en casa y disfrutarlo como te da la gana a la manera anárquica que resulta tan divertida como una peli de los hermanos Marx. Soy defensora del caos y le tengo simpatía a estos elementos distorsionadores desde que descubrí que puedes agazaparte dentro de uno y conseguir que nadie encuentre tu verdadero sentido ni conozca nunca quién eres en realidad o qué traes entre manos. Porque sirven esencialmente para eso. Son una especie de escondite o disimulador que puede construirse de muchas maneras. Algunos tienen hasta edificios portentosos que disfrazan todavía más, de modo que, si no te fijas, parecen cosas serias o sedes. Hay quien construye su cajoncito con un poco de subvención y algunos incautos; hay quien es un maestro del género y lo transforma en una buena película o un buen libro y también hay quien los levanta con simple palabrería. Pueden llenarse de ríos revueltos y de pescadores listillos y ahí es donde pierden toda su gracia. Sobre todo si trascienden lo particular y pasan a lo colectivo o público. Me ocurre a veces: escucho declaraciones confusas o alteradas --y no me refiero solo a la crisis o a los salvamentos financieros-- y las imagino dentro de un peligroso cajón de sastre. Esta semana, sin ir más lejos, le espeta el rector de nuestra Uex al presidente de nuestra CA sobre el exceso que soporta la universidad y dice que le va a pasar como a un burro sobrecargado: que revienta al final. Me pregunto si aquello que llamamos universidad de Extremadura no será uno de estos cajones aunque estudie en ella la hija de Vara --y la mía--. Comprendo perfectamente a UPyD que, ante la supuesta pretensión de unos peperos de cobijarse en ellos, ha contestado que su partido no es un cajón de sastre. Sucede que, tal vez, otros lo sean.