En la casa donde me crié, el aroma a limpio olía a Taifol, el producto que mi madre usaba para dejar relucientes los suelos de las habitaciones, sobre todo cuando ´hacía de sábado´. Con las ventanas abiertas para ventilar las estancias, limpiaba el polvo, daba un flete al aseo, movía muebles, levantaba las enaguas de la camilla para retirar los restos de ceniza del brasero y enjuagar la tarima y pasaba la fregona a conciencia por las baldosas de toda la vivienda, terminando por el pasillo, que no se podía pisar hasta que no se secara bajo amenaza de una severo rapapolvo.

La semana pasada estuve en Cáceres paseando por la parte antigua y de tan limpio como me pareció, me olía a Taifol. Ni un papel, ni un rincón mugriento, ni basura esparcida, ni papeleras rebosantes. A fuerza de vivir en Badajoz, donde la suciedad desgraciadamente forma parte de la normalidad viaria, la limpieza de Cáceres me llamó la atención, cuando tenía que ser al contrario. Ya no me sorprende que haya envoltorios cubriendo las aceras, desperdicios rodeando los contenedores y esquinas ennegrecidas. Mucho tendría que hacerse en Badajoz para que llegase a oler a Taifol.