Uno de los capítulos más interesantes de Badajoz, de cara a ser capital europea de la cultura, es el de la restauración. Cualquier visitante compatibiliza su interés intelectual en una ciudad con una buena comida o una buena cena. Y en este capítulo la nuestra merece reflexión aparte.

El panorama general es, desde luego, muy pobre, pero no debe generalizarse y conviene matizar.

La oferta gastronómi-ca local es muy limitada, lo que no quiere decir falta de calidad. Puede afirmarse a este respecto y sin ánimo de agraviar a nadie, que la calidad del jamón que se toma en cualquier humilde local de Badajoz suele ser muy superior a la de cualquier ciudad española que rinda culto al cerdo, divinidad totémica de España, donde las haya.

La cuestión es muy otra. Nuestra oferta culinaria resulta muy aburrida y se mueve dentro de un marco horario que, como mínimo, resulta muy peculiar.

Empecemos por el principio. Los restaurantes del centro histórico, y también una gran parte de los bares, tienen la genial idea de cerrar los domingos. Muy pocos se escapan a esa norma. Está muy claro que nuestra restauración no piensa en los turistas, sólo en los visitantes locales o provinciales. Esos que vienen los días de diario de los pueblos de la provincia a resolver cualquier asunto o a comprar algo y se quedan a comer.

No se puede pensar, ni de lejos, en ser capital cultural y cerrar, precisamente, el día en que llegan más visitantes.

Desayunar un domingo en el centro, digamos a las nueve y media de la mañana, puede convertirse en una empresa desalentadora, cuando no irritante, para quien no conozca la ciudad. Yo he pasado por esa experiencia y no se la deseo a nadie. Y algo parecido ocurre con el almuerzo. De la cena no digo nada. Para ese momento el honrado forastero ha salido de estampida jurando por sus muertos que no vuelve a semejante páramo. Piénsenlo fríamente. A lo mejor, los propios vecinos se deciden a comer los domingos en un restaurante.