Cada vez se parece más Badajoz a un retrato del absurdo. Uno a veces tiene la sensación de que la realidad en la que vive no es real sino ficticia, una especie de Matrix de todo a cien por donde pululan inteligencias artificiales con ínfulas de trascendencia y una macabra procesión de fantasmas metidos a moralistas. En ocasiones, como si se tratase de una carrera por ver quién dice la tontería más grande o proponer la peor de las ideas. Personajes, con o sin tribuna pública, que buscan, como locos, su minuto de gloria, su espacio mediático, su trocito de influencia que les permita seguir viviendo de una supuesta autoridad o poderío o, en su defecto, que les asegure mantener el chiringuito de su demagógico megáfono de feria.

Hablo de asociaciones, baladrones, técnicos, mercachifles, profesionales, gaznápiros, columnistas, agoreros, conferenciantes, arúspices, representantes, lugartenientes, líderes, portaestandartes, charlatanes, espontáneos, francotiradores y mercenarios que, no viendo mucho más allá de su ombligo, dedican su existencia a criticar, empequeñecer y complicar la de los demás. Hablo de los que están fuera de juego pero quieren poner las reglas, de los que odian el sistema pero son los que mejor viven de él, de los que se abrazaron un día a una farola y desde entonces pregonan que no hay más farolas que abrazar. Hablo de quienes hablan desde el anonimato o con el estómago lleno, de quienes enseñan con indecencia y juegan con cartas marcadas. Hablo de los que moralizan, insinúan, acusan, amenazan, ironizan y sermonean.

Pero los peores, como siempre, los que dicen una cosa y la contraria, los que nos lían con argumentos estériles en los que ni ellos mismos creen, los que se escandalizan por una peineta cuando no son ellos quienes la hacen, los que se obsesionan por una guerra que nunca fue cuando a su alrededor hay miles que no denuncian, los que dividen a la sociedad en nosotros y ellos y defienden una ideología que ignoran como razón de sus vidas.

Como el gato de Cheshire en el País de las Maravillas: mostrándonos el camino del Sombrero y el de la Liebre de Marzo, o sea, todo el día volviéndonos locos y, encima, riéndose en nuestra cara.