Chuletas de cordero empanadas, carros y caballos pasando por la carretera. Son los únicos recuerdos que tengo de la romería de Botoa en los años de mi infancia. En la imagen retrospectiva me veo acodada en una barandilla, con una chuletilla en la mano a la hora de la merienda, mientras en Cuatro Caminos, al final del puente de Palmas, se intensificaba el chirriar de ruedas y el golpeteo de cascos en el asfalto. Recuerdo eso, y las rosas blancas que, al fondo de una amplia terraza, tapizaban la fachada bajo los ventanales.

Supongo que era sábado, el día anterior a la celebración, cuando las gentes iniciaban el camino hacia los campos que rodean la ermita. Barandilla, terraza, ventanales y rosas del chalet de mis terceros abuelos --Joaquina y Manolo de los que en una ocasión ya les he hablado, los amigos que de tan íntimos formaban parte de la familia-- que se asomaba a la avenida de Elvas, antes llamada carretera de Portugal.

Yo era una niña que miraba. A lo mejor ya conocía el lugar al que los romeros se dirigían o tal vez no, o quizás lo conocía y lo había olvidado. Lo cierto es que no guardo en la memoria estampa alguna que me asegure que estuve de pequeña entre las encinas que rodean la ermita.

Tengo una foto en la que se me ve en primer plano, pequeña, como de cuatro años, con gorro de paja, vestido de cuadros y bragas blancas asomando por debajo. Detrás, sentados a una mesa de tijera, mi tío abuelo con sombrero, mi abuela con abanico, mi padre con bigote y una tía con traje de flores. Tiene toda la pinta de ser el chiringuito de una romería, es posible que fuera la de Botoa.

No soy muy aficionada a las aglomeraciones y quizás por eso mi mente ha borrado el día de la foto, que intuyo agobiante y caluroso, y se ha quedado con la niña asomada a la barandilla, con los rosales blancos a su espalda, mientras merienda una chuleta empanada de cordero.