Un concurso es una dura prueba para quien participa. Consiste en desplegar tus encantos ante una pandilla de fulanos que vete tú a saber de dónde han salido o quién los puso ahí. Da igual que el concurso sea para ganar el cartel de la fiesta de tu barrio o se trate del concurso-oposición a un puesto de trabajo que solucionará tu porvenir. Menor o de mayor calado, un concurso es un estrés en el que puede aflorar lo peor de ti mismo, sobre todo cuando pierdes y ves la cara de imbécil del tío del jurado que se negó a darte el voto. Se la partirías. Hoy, por ejemplo, habrá una murga ganadora y otras perdedoras cabreadas que disimularán con la misma cara que pone Pe cada vez que pierde el óscar. Lo que ocurre es que tu lado masoca te empuja a participar, así que si no lo has hecho todavía, no lo dudes, te presentarás cualquier día. Hay para todos los gustos y en todos los países y ciudades. Puedes participar cantando, bailando, sobreviviendo, sabiendo, haciendo el tonto. Cualquier cosa se mide y se compara, aunque unas tengan más difícil medida. Luego entra el criterio de los que juzgan, no siempre razonable ni justo ni equidistante porque es complicado saber lo suficiente para juzgar sobre una materia cualquiera y, además, puedes no ser lo suficientemente imparcial para hacerlo. Hay ahora una modalidad de concurso que pone los pelos de punta. Lo llaman "concurso de ideas". Se supone que las ideas presentadas pugnan por ser mejores que las otras y que un jurado decide cuál de todas es idea brillante como si las ideas pudieran calificarse entre el suspenso y el sobresaliente. En esto han basado ayuntamiento y Junta la ampliación del Museo de Bellas Artes. He visto la idea ganadora: se parece mucho al cubo de biblioteconomía, pero, afortunadamente, todavía es una idea, no un pegote. Francamente, ya que ha ganado un concurso de ideas, creo que lo mejor sería dejarla en eso y no tratar de convertir a una idea premiada en revoltijo desubicado de vidrio y hormigón.