Muchos años después, frente al ejército de ausentes que cada día le fusilan con gestos casi olvidados, con acentos muertos, con imágenes difuminadas por el tiempo y con momentos borrosos y llenos de altibajos, su cuerpo ya herido por los años y tantas crisis de tristeza y melancolía habría de recordar aquellos días eternos cuando su padre y su madre lo enviaba a campamentos que parecían de hielo. En Redondela, cuando los monstruos de acero y cemento aún permitían ver a lo lejos las casas de pescadores de La Antilla y los camaleones eran un descubrimiento. En Chipiona, bajo pinares inmensos y tiendas de campaña que emulaban hoteles de cuatro estrellas y un jefe de campamento que ofrecía, por un día, caracoles en el menú. En Denia, cuando el amor tardoadolescente concurría en las faldas del Montgó frente al Mediterráneo y entre horchatas y fartons las pasiones se desataban entre besos robados y furtivas miradas que aún siguen hablando desde allá a lo lejos. Eran días de verano del Dúo Dinámico, amores primeros entre sollozos y esperanzas que se alimentaban con cartas durante todo un año.

Son días de verano de Amaral que ya no son días de nada porque el viento se los llevó y un cielo de nubes negras ha cubierto todos los adioses que han existido desde entonces. Los veranos son encuentros y desencuentros, regueros de amistades nuevas y toneladas de vacíos. Lo veranos son tiempos para que alguien llegue a nuestra vida, la revolucione, la ponga del revés, despierte los sentidos, afloren cosas en nuestro interior que no creíamos que existieran y son, también, días para soñar a medias, para creer que no se puede, que no se debe, que no se tiene. Los veranos son tiempos de sol y lágrimas de añoranzas, Borges abriéndose camino («En qué hondonada esconderé mi alma / para que no vea tu ausencia / que como un sol terrible, sin ocaso, / brilla definitiva y despiadada? / Tu ausencia me rodea / como la cuerda a la garganta, / el mar al que se hunde»), nostalgia quemada porque la persona a quien amas como un adolescente en tirolina, como un joven tirándose a la vía, se marcha al País de Nunca Jamás. Tiempos de mirarse de frente, quién sabe si por última vez, y recordar con Gabo que «las estirpes condenadas a cien años de soledad no tenían una segunda oportunidad sobre la tierra».