Mi historia de amor comenzó cuando tenía cinco años. No fui una niña precoz en casi nada, salvo en eso. Pasaba mucho tiempo en casa de mis abuelos. Allí, mi única distracción era, después de merendar pan con chocolate, seguir desde unas ventanas a las que apenas llegaba, el trajín en la puerta del Instituto Zurbarán, escuchar los comentarios de mi abuelo Fidel y, sobretodo, ojear el periódico y los libros de mis tíos, unos chicos cultos y muy progres. Entre ellos, uno desde cuya portada un señor de barba me miraba con ojos dulces de miope. Fue mi primera vez. Copiando las letras en una libreta de cuadritos y margen azul, aprendí a leer con Platero, en un tiempo que era «suave, tan blando por fuera, que se diría todo de algodón». Y ya nunca pude parar. Ningún escenario me fue hostil, ni hospitales, ni esperas eternas en aeropuertos o Juzgados. Jo March, Marlowe, Goldmund, Phileas Fogg, D’Artagnan, Gatsby, Atticus Finch, Huckleberry, Emma Bovary, Sherlock, fueron desde entonces mis amigos incondicionales, mi refugio. Nada podía tocarme. Vi la adolescencia pasar creyéndome a salvo. Desde mi mecedora, con un té caliente, jazz o música francesa de fondo, blandía mis libros para ahuyentar la incertidumbre, el miedo y la soledad. Fueron combustible con el que incendiaba las ansias por conocer. Me mostraron las fronteras, las vías muertas del tren, estaciones abandonadas, las largas y umbrías carreteras con árboles a cada lado, los zocos, los desiertos, los océanos, los vuelos que después me llevaron lejos. Me susurraban cada noche antes de vencerme el sueño: No estás sola. Por eso, el 23 de abril depositaba, como una ofrenda, mis ahorros en el mostrador de una librería y volvía a casa feliz, saltando como Vicky el vikingo, olía las páginas, acariciaba las solapas, apresurada por abrir mi regalo de Navidad en primavera.