El deporte nacional no es el fútbol sino la capacidad innata que desarrollamos las personas para buscar errores, diagnosticar problemas, criticar todo lo posible y encontrar culpables. Somos así y, encima, estamos orgullosos de ello. Siempre se dijo que el dinero o el sexo movían el mundo, originaban cataclismos, convocaban revoluciones y transformaban pueblos. No obstante, tal vez haya algo más profundo y determinante: el ego. En una sociedad de insatisfechos, hedonistas, acomplejados y solitarios, alimentar el ego se ha convertido en una urgente necesidad que, además, y gracias a las redes sociales, resulta sencillo. Antes, el ego solo se alimentaba con la familia o los amigos, en el trabajo o en el bar. Hartos los primeros, con amenaza de retirarnos el habla los segundos y temiendo que nos echaran del bar por cansinos, la red social permite seguir machacando hasta el infinito y más allá. Nada nuevo, solo ha cambiado de envoltorio para que algunos sigan instalados en lo básico sin ser capaces de acceder a lo sustancial. Un compañero me dijo hace años que lo bueno no vende, que solo interesa lo malo, la crítica, el exabrupto, el desvío, aunque sea intrascendente, minoritario y temporal. Pues, ea, que me he tirado al barro. He pasado unas semanas paseando y observando el parque del Guadiana en su margen derecha (ya, ya habrá tiempo de sacarle punta a la margen izquierda) y solo he visto cientos de gansos que se cagan en el paseo, ensuciándolo todo, comiéndose el césped, ciudadanos que les dan de comer estando prohibido, amantes de los perros que los llevan sueltos alegres por la pradera cuando las ordenanzas municipales les obligan a que los lleven sujetos o con esa correas que se extienden y extienden y extienden hasta que se convierten en trampa mortal para el resto, ciclistas corriendo el tour de Francia, patinadores que usan a los peatones como obstáculos a sortear, niños que juegan con los aspersores para mojar a los paseantes, insaciables comedores de pipas cuyas cáscaras no recogen, mierdas de perro que se dejan donde fueron plantadas con la papelera al lado y, en fin, una experiencia tortuosa pero gratificante porque he descubierto que yo no soy así y que el ayuntamiento tiene la culpa de todo. Encontré mi destino. Seguiré paseando por la ciudad.