Los bombos dan vueltas cada vez que los niños terminan de cantar un alambre. Veo el grande con miles de bolas en su interior y, a su lado el pequeño, con muy pocas.

Un año más asisto al rito del sorteo mientras me ocupo de otros asuntos, pendiente de la cantinela, no solo por motivos de trabajo sino también, tengo que reconocerlo, porque siempre llevo un décimo, sólo uno, y siento un cosquilleo cada vez que los niños cambian el ritmo de su sonsonete, elevan el tono y, con las bolitas bien sujetas entre el pulgar y el índice, se dirigen a la mesa donde se da fe del emparejamiento que acaba de efectuar el azar entre un premio y un número.

No ha sido el mío, pero dicen que algo se ha vendido en un determinado pueblo de Cáceres. Hago una llamada innecesaria, todo el mundo sabe lo que tiene que hacer. La maquinaria ya estaba en marcha y vuelvo a las tareas que me ocupan mientras las voces infantiles reanudan su monótono cantar.

Los minutos van pasando, me olvido del trabajo y miro a los niños en la televisión. Fantaseo con un mes de vacaciones sin sueldo para hacer un viaje a Nueva Zelanda --el auténtico paraíso en la tierra según me han contado-- donde alquilaré una avioneta para admirar el paisaje; quizás también cambie de coche porque no le funciona la calefacción; abrillantaré el suelo de casa y meteré algo en el plan de jubilación. De repente el ritmo de la salmodia cambia. Contengo la respiración.

Tampoco. Y así, un emparejamiento tras otro. Mi número está allí, en el grueso vientre del bombo, dando vueltas y más vueltas, alambre tras alambre, tabla tras tabla. Aterriza la avioneta y el país austral se aleja de mi horizonte.

Ya han salido los cuartos, el tercero, el segundo, el primero y seis quintos. Sólo quedan dos. Acaba la última tabla. El bombo pequeño está vacío. Los niños se han callado.

Me gustaría salir a la calle, airearme y dejar volar a los sueños.