Tienes un hijo. No es por presumir, pero, la verdad, es un tesoro. No lo dices tú, lo dice el vecindario entero, porque el niño ha salido monísimo y listo que no veas. Como su padre, pero, obviamente, sin olvidar al abuelo materno que ha sido prohombre reconocido, hombre sabio y honrado. El chico tiene un futuro inmenso por delante, tú sabes de más que se presenta muy prometedor, de manera que no vas a desfallecer en poner todo por tu parte en que así se cumpla. No son deseos, te dices, son realidades urgentes. Te han dicho que lo más importante de la vida de tu hijo es el parvulario, hoy llamado colegio de primaria con admisiones en infantil. Tú lo crees a pies juntillas. Seguramente lo crees porque en este momento tu infante tiene tres años de vida y su rubio cabello y su cantarina voz te impiden imaginar un mañana menos próximo. Con el niño en brazos nada entiendes de que más allá del colegio hay un sinfín de escollos, de rincones y vericuetos, de lances inesperados que ninguna relación --afortunadamente-- guardarán con los salesianos, los maristas o las josefinas. Su mera presencia te impide pensar que no será la plaza obtenida para el curso que viene lo que encierre el secreto de su felicidad. Que empezar a vivir nada tiene que ver con asistir diariamente a un parvulario o a otro. Además, te reúnes con otros padres parecidos a ti. Llevas meses preparando la estrategia para que tu adorado querubín sea recibido en el centro de tu elección: ese que, según has decidido, forjará el devenir y hará del muchacho el orgullo familiar. Si lo consigues, el chico rebasará, incluso, la brillantez del abuelo materno que repitió concejalía en tres legislaturas y, no contento con ello, terminó derecho por la uned. Así que organizas un mentiroso papeleo. Denuncias a uno de quien oíste hablar en el parque porque iba a resultar una amenaza. Te enfrentas a la funcionaria de educación. Gritas, peleas. El niño, en tu regazo, te mira. A lo mejor pregunta, ¿pero, qué haces?