Arqueólogo

Se anuncia una lluvia de estatuas. Habrá que ponerse el casco. Me resulta difícil comprender los motivos que llevan a un munícipe normal, sin especiales defectos y algunas virtudes, a poner perdida de estatuas una ciudad.

Cuando José I, monarca muy denostado por ser francés y aficionado a la frasca, comenzó a abrir plazas en Madrid, mediante el expeditivo procedimiento de derribar iglesias y conventos, abrió la veda de las estatuas. Qué mejor solución para una plaza que tener una estatua en el centro. Luego ya vinieron los ayuntamientos, los historiadores y algunos artistas (¿?) e hicieron el resto. El siglo XIX y los primeros años del XX, con su empacho historicista, produjeron estatuas extraordinarias. Pero, a estas alturas del XXI, una que pretenda parecerse a aquéllas es no sólo un anacronismo, también un despropósito.

Como en Badajoz vivimos ensimismados --o es que somos unos provincianos irredentos-- hemos estado ajenos a la polémica desatada en Madrid a raíz de las últimas empresas estatuarias del ayuntamiento de la Villa y Corte. No fue, en principio, una cuestión de colores. Fue un problema de calidad artística. Se rectificaron algunas decisiones y se retiraron esperpentos: la Violetera de la calle de Alcalá. Algunos se quedaron: el ridículo Velázquez, de la calle homónima, el monumento (de grito contenido) a Rizal, en la avenida de las Islas Filipinas.

El propio concejal de Urbanismo del ayuntamiento madrileño, hombre sensato aún teniendo su partido mayoría absoluta, reconoció que ese estado de cosas no podía continuar y ofreció, no sé si luego lo cumplió, crear algo así como una comisión de calidad estética para prevenir futuros horrores.