Periodista

Esta ciudad que aboga por la modernidad y el desarrollo, que es capaz de atraer el tren de alta velocidad, de tener un casino, grandes superficies y centros comerciales y de ocio, un palacio de congresos, una nueva institución ferial, y que aspira a ser capital fronteriza, ciudad de servicios, universitaria, de investigación, de despegue empresarial y de nuevas tecnologías; que, según su alcalde es casi Hollywood y que tiene en el horizonte grandes infraestructuras y otros proyectos, no ha sido capaz, o no ha sabido, o podido, o querido, sin embargo, dar cobijo a un puñado de desamparados.

Cerró el Centro Hermano de transeúntes hace dos meses y la gente caritativa, bienpensante, de orden, y también la progresista y reivindicativa, casi todos los adultos --menos los del 0,7%--, dieron por hecho que era inevitable que ese puñado de seres cumplan la condena social que les corresponde por quedarse fuera del sistema. Son culpables por ser víctimas. Y a la vez espejos en los que nadie queremos mirarnos por temor a ver en nosotros mismos el abismo de la pobreza y la soledad.

Esta ciudad que podría ser hermosa, aún provinciana, pero de tamaño asequible para soluciones viables, no será nada ni tendrá futuro por mucho que corramos a ninguna parte si carece del más elemental sentido de la justicia, y de la piedad. Si la aspiración general no es el desarrollo de todos y en todos los aspectos, sino la opulencia individual con su indigencia moral, el futuro será una fétida descomposición social que acabará por hacer esta ciudad invivible. Y a sus vecinos, un pueblo cobarde, culpable e incapaz del menor sentido ético y estético.