Arqueólogo

Periódicamente se producen alborotos en nuestro Badajoz por el tratamiento que se da a las fachadas de algunos edificios históricos. En la mayor parte de las ocasiones las dolientes diatribas de los enemigos de alguna acción reciente se refieren al cambio de aspecto de una edificación, no siempre monumento, por el cambio de color de su exterior. No siempre les falta razón y arquitecto hay que rebasa la línea de lo prudente.

Pero, cuidado, el asunto no es tan fácil como parece y conviene no precipitarse y, menos, partiendo de una experiencia personal a veces muy limitada y carente de base, fuera de los consabidos y repetidos hasta la naúsea argumentos de toda la vida.

Badajoz es una ciudad que históricamente ha tenido una construcción muy mala. Los más antiguos restos árabes demuestran que los materiales de obra han dejado siempre mucho que desear. El motivo es simple: la piedra de la comarca es de mala calidad y no se ha prestado nunca a su labra en sillares y la buena está muy lejos y su transporte encarecía las obras. Solución: muy mala mampostería, en general sólo para impermeabilizar la parte baja de los muros, o tapia. Apenas algunos privilegiados podían emplear sillares de granito en sus obras. En general, siempre ha sido alguna administración. Y en no pocos casos arrancándolos de otros edificios en ruinas o en trance de estarlo. Para disimular esa pobreza de materiales se recurría a un procedimiento muy antiguo: los enlucidos. De enlucidos y fachadas voy a hablar. La última terminada es la del Museo de la Catedral y ya ha habido dimes y diretes. Ni será la última, ni la polémica va a parar. Para eso está el tiempo libre.