A principios de los años noventa, Badajoz era una ciudad de mucha juerga pero poco contenido y nula opinión pública. No existían las redes sociales, apenas había medios de comunicación y muchos de los revolucionarios de hoy o no habían nacido o no sabían escribir por lo que la palabra reivindicación no aparecía en el vocabulario vecinal. Teníamos, eso sí, el pequeño comercio, el tradicional, ese que reivindican algunos ahora pero que dejaron cerrar sin apoyarlo y no consumiendo en ellos (calles San Juan, Arias Montano, Soledad, Meléndez Valdés, incluso el mercado de Santa Ana, antes y después de ser remozado, cuyos empresarios tuvieron que abandonar ante la desidia ciudadana). Nos quitaron muchas cosas pero, sobre todo, la autoestima. Badajoz no era referencia política (se llevaron la Junta), cultural (éramos un páramo), social (solo el carnaval era un acontecimiento) y comercial. Y en estas que llegaron de la Junta diciendo que estábamos bajos de moral --ahí están las hemerotecas-- y alumbraron el consorcio López de Ayala como motor que nos devolvería la ilusión. El aluvión de críticas no se hizo esperar aunque nuestro tradicional conformismo nos llevó de nuevo al silencio cómplice. Es verdad que con el nuevo siglo las cosas cambiaron y Badajoz estaba recuperando mucho de lo perdido. Sobre todo, posición, fuerza y temperatura. Pero, por alguna extraña razón, cada cierto tiempo, volvemos al lío, o sea, alguien se empeña en no querernos, en ponernos palos en las ruedas del crecimiento y en mirar de reojo todo cuanto hacemos, creyendo que nuestro desarrollo es su pobreza, sin entender que es, precisamente, lo contrario, lo único que nos salva como región. El lío político, localista, institucional y algo paleto ahora se azuza desde las redes sociales, amplificando el enredo, agrandando el estropicio y destruyendo el consenso. Con todo, Badajoz siempre sale perjudicada como ciudad. El Badajoz a palos mientras fuera se carcajean de nuestra pérdida de liderazgo. En el caos no faltan los filisteos, definidos por Nabokov como las personas adultas "de intereses materiales y vulgares, y de mentalidad formada en las ideas corrientes y los ideales convencionales de su grupo y su época. El filisteísmo no supone sólo una colección de ideas banales, sino también el uso de frases hechas, clichés, trivialidades expresadas en palabras manidas". La libertad de expresión, el debate, la disensión, el diálogo y el progreso nunca estarán en manos de los filisteos sino en las de aquellos que saben que sumar es mejor que dividir.