Esta semana los funcionarios han ganado en prestigio. No quiero decir que antes estuvieran desprestigiados, pero sí es cierto que la función pública es de las pocas profesiones que concitan sentimientos encontrados. El funcionario es el trabajador más denostado por el que no lo es, pero a la vez el más envidiado.

Y aunque las generalizaciones son injustas, la crítica hacia el funcionario se la han ganado ellos solitos. Porque quién no se ha topado alguna vez con un trabajador público al que parece que le cuesta saludarte? Y no digamos de aquellos organismos donde parece que se ha instalado el todo puede esperar a mañana.

Una situación de la que probablemente los trabajadores no sean los únicos culpables. Hace tan sólo unas décadas, la realidad socio-económica de nuestra región hacía que la única aspiración de la mayoría de los extremeños fuera la de ser funcionarios y las administraciones cumplieron con el importante papel de convertirse en las principales empresas de contratación. Un exceso de empleados públicos, de escasa productividad y cuyos salarios suponen un lastre para las arcas del país. Y aunque muchos de ellos sean mileuristas, lo cierto es que tienen un salario asegurado y de ahí que hayan sido los primeros a los que el Gobierno ha tocado el bolsillo; antes, incluso, que el suyo propio.

Y es lo que más les fastidia a los funcionarios. Por eso no creo que el sonoro fracaso de la huelga convocada esta semana por los sindicatos sea consecuencia de la solidaridad y la comprensión de los funcionarios hacia el recorte de sus salarios. Son funcionarios, no tontos.

Es evidente que los funcionarios han sido los primeros trabajadores en mostrar su descontento con quien dicen representarles. El primer tirón de orejas a unos sindicatos, cuyos representantes en Madrid llevan coche oficial y toman café en hoteles de lujo. Los funcionarios han sido los primeros en decir que no es momento de huelgas, sino de unión y esfuerzo, para sacar a este país de la crisis.