Es temprano. Aún duermen. Por eso los villancicos de Sinatra y Bing Crosby la acompañan en voz baja. El vaho de las ventanas impide ver el contorno del limonero. La sombra de la encina es tan espesa que necesita encender las luces sobre el fuego.

El cuaderno de recetas está abierto por la de las galletas de jengibre. Alrededor, tarros de harina, de azúcar, la mantequilla, los moldes de zinc en forma de corazón. Desmenuza las cañas de canela sin poder evitar llevarlas a la nariz, y en sus dedos, al pelo. Intenta ordenarlo recogiéndolo con un lápiz, y los mechones sueltos se llenan de su olor dulce.

En la olla grande empieza a hervir el caldo. La cocina se va llenando de niebla caliente. También la asfixia un recuerdo que sube desde dentro hasta su boca. Se detiene aferrándose al borde del mármol y de las lágrimas. Se seca las manos en el mandil y busca aire. Descorre con un gesto la cortina que protege la casa del frío de la noche y abre la puerta.

Con todo el cuerpo, inspira, bebiéndose la mañana casi azul, la hora aguda del inicio del día, la escarcha sobre las plantas, el hielo sobre el barro de las losetas resquebrajadas. Todo. Ve más allá de los cerros, de los alcornoques, mucho mas allá. Lejos. Un escalofrío la hace regresar. Se reinventa pasando lista a sus hierbas como una maestra, vigila su crecimiento, detenido, las roza, las protege para que sobrevivan al invierno con cañas, toma ramas de romero, pequeñas hojas de tomillo para el asado. En el bolsillo del delantal guarda un puñado de madroños para que hibernen en la despensa, a oscuras, dentro del aguardiente.

En las manos lucen preciosos, del carmín al ocre, al mostaza, y decide que con ellos dibujar un caminito para llegar al Misterio. Sonriendo, vuelve con sus tesoros como una niña con zapatos nuevos. Mira el reloj y sube ligeramente el volumen de la música, muele el café para animarles a despertar. Entra por fin el sol y mueve las caderas al ritmo de All I want for Christmas.

La gata ronronea rozando sus piernas. Y aún sola, se sienta a la mesa, despliega las tarjetas, primorosas, los sobres inmaculados y escribe a los que no están. Escribe incluso a los que ya nunca estarán y tanto quiso, así se escribe a ella misma, a quien fue, a quien no será. A la Navidad de su infancia, a la de las infancias de sus hijos, que vuelven a casa. Y en cada una de ellas espolvorea un poco de azúcar glas y con su mejor letra escribe «Gracias. Feliz Navidad».