Hace unos meses le pregunté al oscarizado José Luis Garci cuál creía que era el denominador común de sus películas. Las pérdidas, me respondió, aunque, tal vez irónico por la edad, añadió que sin dramatizar. Le apunté que la mayoría de ellas eran un recorrido por la nostalgia y la melancolía, una radiografía del ser humano en una España que, con sus luces y sombras, ha alimentado esa sensación de viajes a ninguna parte, sonrisas incompletas y otoños permanentes. La vida va permitiendo que aprobemos asignaturas pendientes cuando ya no son éxito sino un mero trámite y solos en la madrugada reflexionamos sobre lo vivido, si ha merecido la pena, si el lugar que ocupamos en el mundo es el que nos corresponde o solo la consecuencia de nuestras acciones que no siempre nos llevaron a aquella tierra prometida con la que soñamos en una infancia casi difuminada en la noche de los tiempos. El espejismo de felicidades impostadas, de protagonismos ufanos y de triunfos pasajeros son las verdes praderas que acaban por devolvernos a casa tras comprobar que los sueños se desvanecen y que el hogar de siempre viene a ser el refugio donde, a veces, cada vez demasiadas, los sobresaltos dan escalofríos. En Volver a empezar, Albajara sabe que ya no puede volver a empezar; en You’re the one, Julia intenta escapar de su asfixiante soledad; en Historia de un beso, Otamendi y los demás hablan de amores imposibles y besos que no llegan; en El abuelo, es la vida que se apaga entre ingratitudes y traiciones. Mientras escribo, emiten en un canal de televisión La vida sigue igual, la peli de Julio Iglesias que, siendo niño, vi en el cine Santa Marina en el verano del 70. La llegada del otoño se confunde con mi cumpleaños y doy gracias a Dios -con permiso de ateos, agnósticos y otros presuntuosos del lugar- por llegar hasta aquí sano y salvo, con mis ausencias y carencias, con el corazón herido y el alma en un incendio, consciente de que la vida sigue igual, de que cada vez pesan más las pérdidas y de que vivir en un filme de Garci no siempre es garantía de un final feliz pero sí, al menos, tienes la sensación de que la realidad puede ser dura pero no siempre ha de resultar mala. Sobre todo, porque la compartes con millones de personas para los que la vida es un ejercicio diario de superación y no una película.