Nos gusta prohibir. Si. Cada vez detecto con mayor asiduidad que esta sociedad le está cogiendo el gusto a lo de prohibir. No sé cuándo comenzó este comportamiento de pequeños caciques ideológicos, ni cuál fue el motivo que lo desencadenó, eso lo dejo para los sociólogos, pero a mí me asusta y me asquea este comportamiento. ¿Dónde ha quedado aquello de que tu libertad termina donde comienza la del otro?. Hemos pasado de querer que se respeten nuestras creencias o nuestros gustos a intentar prohibir que los demás puedan tener los suyos propios.

Hace poco, por ejemplo, en Badajoz quisieron prohibir que una escritora que defiende ideas en contra de la igualdad de la mujer presentara su libro. Yo no pienso comprarlo. Y ni tan siquiera voy a mencionar su nombre para no hacerle publicidad. Pero de ahí a intentar prohibir que exprese sus ideas y las comparta on aquellos que piensan como ella, hay un camino bastante largo y peligroso.

O el debate entre los que defienden la celebración de corridas de toros y los que se oponen frontalmente. Porque aquí empieza y termina ese arduo debate. En aras de una exacerbada y supuesta defensa de los animales, la conclusión de sus reivindicaciones les lleva únicamente a prohibir las corridas de toros. Porque no conozco gente que respete y admire más a un toro que aquellos que van a las plazas. Y toda esta reflexión viene a propósito del último capítulo que he conocido de esa ristra de prohibiciones que me rodean: un grupo de padres de un colegio público de Badajoz, que se oponen a cualquier significación religiosa que se pueda dar en el centro. Se comienza reduciendo el número de horas lectivas de religión y se termina dando pie a una guerra en los centros educativos para prohibir villancicos y belenes. Es decir, prohibir las tradiciones religiosas de este país aconfesional.