Empezaba Soraya --cuya imagen pretendía ser símbolo de extremeñidad-- la semana, haciendo un sonoro ridículo; la continuaba la ministra llenándose la boca con bobadas, y la remata el alumbramiento del nuevo Estatuto. De Eurovisión, nada añadiré. Diré de ser madre que, antes de ser una profesión de riesgo, era una dedicación absorbente, cuya elección cambiaba tu vida de forma radical. Ya lo fuimos después de haber tomado anticonceptivos, luego de haber empleado dispositivos varios, tras variopintas experiencias. Cuando quisimos fuimos madres y firmes partidarias de una ley despenalizadora del aborto. Tuviste a tus hijos y les enseñaste lo que la vida --en derechos reproductivos y sexualidad-- nos hizo aprender a trompicones. Has intentado hacer de ellos personas capaces de dirigir su existencia con sus propias convicciones, personales aciertos y particulares errores. Mientras, estabas ahí, en lo de siempre: asesorando, riñendo, dando la cara por ellos, discutiendo, imponiendo o haciendo la vista gorda, en una especie de rodaje, que duraba --antes del advenimiento de Aída-- hasta los dieciocho años del vástago. Era el pacto de maternidad que habías asumido y que te parecía bien. No necesitaste ministra. En cuanto al Estatuto, el preámbulo resulta de una cursilería atroz, plagado de lugares comunes y de obviedades absurdas. Lo que he leído del resto parece un listado de peticiones económicas más o menos justificado. Dicen que es instrumento que pondrá fin a esta secular pobreza cuya culpabilidad siempre es de otros, pero más bien creo que el futuro se está poniendo en un plan que asusta. Algún día, alguien proclamará las torpezas que estamos cometiendo esta generación acomplejada y gilipollas. Lo peor será que, para entonces, solo quedarán --eso sí, "erguidos y encadenando esplendores" como afirma el Estatuto-- estos hijos únicos parecidos a Soraya a quienes enganchamos al tuenti en la educación infantil y regalamos abortos por su décimosexto cumpleaños.