El fuego, como el agua, siempre me han inspirado respeto. El temporal, la lluvia apedreando los cristales de las ventanas y el viento soplando con fuerza me traen a la memoria la trágica noche de la riada.

Del fuego he visto las horribles consecuencias de viviendas arrasadas y la incertidumbre de tener que empezar de nuevo; un bombero abrazando el cuerpo pequeñito de un bebé inmóvil, un niño agazapado en el balcón bajo una manta y una madre adolescente hundida.

Los cuatro incendios ocurridos las últimas semanas en la ciudad no han tenido ningún elemento en común, según las autoridades. No hay relación entre ellos. Sin embargo, al menos en tres (el de Suerte de Saavedra todavía está siendo investigado por la policía) el origen ha sido el descuido, la falta de prevención y no haber tomado todas las precauciones necesarias, por supuesto sin intención: un señor que se duerme con la olla puesta al fuego, un brasero encendido bajo una mesa de camilla y un único enchufe al que estaban conectados tropecientos electrodomésticos y más de una vivienda. El origen no es el mismo en ninguno, pero las consecuencias pudieron ser aún peores en todos.